Eligiendo al chico equivocado

♥ 01 ♥

Un chico no puede generarte gastritis, una bacteria 
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Olivia        

Ernest Hemingway en Temores decía «Temía hacer el ridículo, hasta que aprendí a reírme de mí mismo». Mi hermana Geneden tiene memorizada esa frase tanto como los pasos para atarse bien las agujetas que suele —siempre— hacerlo mal. Ella lo aplica regularmente porque suele ser torpe cuando no debe y cuidadosa cuando no lo necesita. Pero, yo no suelo serlo.

Simplemente no soy torpe. Y no tengo mala suerte.

No creo en ella. En realidad, soy demasiado escéptica cuando me hablan de amuletos y artilugios para llevar fuera de casa y de aquellos actos que definen el transcurso de tu día o vida. Que tu futuro puede estar predestinado por algo tan minúsculo y que simplemente no eres dueño de ello. Pero, debo aclarar, que tal vez pueda dudar de mis propias creencias.

¿Qué tan malo es pasar por debajo de una escalera?

Según mi hermana, muy malo.

—Ratas y pericos —susurré, para mí misma, el equivalente de una maldición.

Mi hermana tenía mucha razón cuando dijo que no debería tentar a la suerte en venir después de aquella, desafortunada, casualidad. Pero nadie me advirtió que mi padre estaría arreglando el techo del pórtico y, absolutamente nadie, mencionó que la escalera estaría justo en la entrada esperándome.

Es decir, no creo en la mala suerte, pero esto podría ser el equivalente si también contamos con lo que sucedió al bajar del bus escolar: pisé excremento de palomas y luego choqué contra un chico destruyendo su trabajo de ciencias. Lo destruí, todo, mas creo que lo segundo no cuenta como mala suerte si él me lo agradeció. Estaba más que feliz de que destruí lo que sería su próxima exposición con el profesor Baldwin de química y no quería arruinar su alegría diciéndole que eso solo representaría un gran cero que luego lamentaría.

Te puede perdonar Dios, pero el profesor Baldwin no. Y creo que por eso la mayoría de estudiantes ahora se han inscrito en la clase de la nueva profesora Lisbeth Rush, ojos centellantes y cabellera larga, a cambio de ver las preciadas arrugas del profesor con más de veinte años trabajando en Clifton. No, las líneas expresivas del profesor Baldwin no son atractivas y la nueva pasante ha logrado dejarle solo diez alumnos en los que me encuentro yo.

Aunque, supongo que, nosotros diez que aceptamos ver las arrugas del profesor durante todo el semestre, es porque o lo queremos de verdad por cómo enseña o porque dudamos de la experiencia de la profesora Rush por ser una pasante. Sin duda, debería dejar de conjeturar cosas, aún no tengo la dicha de juzgarla.

Volviendo a mi no mala suerte, veo a Jimmy sentado al lado de Louis y Kit Clarke, el bromista de Clifton, tratando de ocultar su sonrisa. Jimmy y Louis, a comparación de Kit, pertenecen a mi grupo de cero etiquetas. Ninguno de ellos pertenece al club de superdotados que se reúnen los sábados o son la clase de chicos de chaquetas de cuero y tinte de malo que existen en las historias trilladas de Geneden. No, simplemente son normales y creo que por eso me he fijado en Jimmy.

No me gustan los chicos con etiquetas. Ni de cerca ni de lejos.

Pero, tengo una hermana que lleva —con más orgullo del que debería—, la etiqueta de torpe o la de la mala suerte y a ella simplemente no la puede alejar.

No obstante, recalco, yo no tengo etiquetas y definitivamente no tengo mala suerte. Y me gustaría decirle a Jennifer Casper, una de las chicas mas conocidas en Clifton debido a su tía que baila en un programa de concursos, que sus afirmaciones son erradas.

Pasó por mi costado, con su bandeja en mano, y no se detuvo cuando afirmó—: Igual de torpe que Geneden.

Jennifer Casper, en resumen, es la chica que le gusta menospreciar a los demás. Podría ser la perfecta chica que tiene un séquito de rubias oxigenadas detrás de ella, pero, uno, no tiene amigas rubias y dos, no es la chica perfecta. Lo último que se sabe por los rumores del pasillo es que come los desechos viscosos que sirven de barrera física en la nariz. Mi hermana los llama moco, yo lo llamo mecanismo de defensa inmunitaria.

Pero, en fin, son rumores y casi nada es cierto. A diferencia de esto. No, no es un simulacro ante terremotos y soy la estudiante que se hace pasar por una herida, tampoco estoy probando el piso nuevo recién instalado.

Dejo de seguir con la vista a Jennifer y me concentro en Jimmy. Tiene un precioso lunar al estilo de Madonna encima del surco nasolabial y me quedaría a contemplarlo toda la media hora del almuerzo si no estuviera en esta situación espantosa.

Es obvio, nadie se resiste a reírse de alguna torpeza que ve en la calle y, menos aún, cuando puedes verlo en la hora de almuerzo y gratis. Nadie se resiste a las cosas gratis. Y no estoy mintiendo, eso que soy buena haciéndolo.

Los fideos adheridos a mis brazos caen tristemente al suelo. Hay salsa sobre la blusa que mi madre compró por línea, con uno de sus múltiples códigos que consigue al ver videos de moda, y sonreír no va a esconder mi frustración ni desaparecer milagrosamente la gran mancha roja. Debo agregar que tampoco disminuirá la emoción secundaria que me empapa: la vergüenza.

¿Por qué tuve que contagiarme de la mala suerte de Geneden? ¿Por qué ahora? ¿Por qué hoy?

Intento devolver la sonrisa a los pocos alumnos que me prestan su atención en vez de a su pasta hecho en ollas de capacidad para más de cinco litros porque después de mi estrepitosa caída no puedo hacer más. Solo que mi sonrisa no se siente jovial y termino torciendo el gesto en disgusto. Estoy enojada conmigo misma: acabo de hacer el ridículo frente al chico que me gusta justo después de obtener su número telefónico y, por si eso fuera poco, he caído de bruces al suelo.




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