Elira

Capítulo 8.

—Joseph —dice Albenis, desde su asiento sin molestarse en retirar la vista de los papeles que tiene en sus manos.

El mayordomo no le ve problema a ese hecho, ya que, es un comportamiento habitual en su señor. Es más. Se atrevería hasta a decir que después de tantos años de tratar con él, llegó a acostumbrarse a ello. 

Levanta la tetera de la lustrosa charola plateada que trajo consigo y, empieza a verter el contenido de la misma, en una taza que colocó con anterioridad sobre el escritorio del Duque. Realiza todo el proceso con una elegancia y delicadeza innata de un hombre que contenta con cincuenta años de servicio al ducado y —por supuesto— de la mansión, justo antes de finalmente responder:

—Sí, mi señor. 

Albenis, frunce el ceño en el preciso instante que Joseph le entrega la horrenda agua que lo obliga a tomar todas las noches. 

—¿Sabes si hay algo que ella quiera? —pregunta al tiempo que toma un pequeño trago del té que su mayordomo amablemente ha preparado—. Cualquier cosa que no sea una planta —recalca de inmediato.

—Me imagino que se refiere a la señorita Elira —no se sorprende cuando el Duque asiente con la cabeza, aunque, si le intriga que muestre interés por otra persona—. No estoy seguro, durante toda su estadía no ha solicitado ni se ha quedado de nada… a exacción de una vez. Poco antes de que el pequeño maestro despertase.

—¿Qué fue lo qué pidió?

—Un libro. 

<<¿Un libro?>>

Pudiendo pedir cualquier otra cosa, solo se conformó con un simple libro. Otra en su lugar hubiese preferido vestidos y zapatos nuevos e incluso joyas. También desearía salir de las deprimentes paredes que conforman la mansión aunque fuera por un día. 

Pero ella no lo hizo.

Sí que era una mujer extraña. Demasiado para ser una bruja.

Hacía unos pocos días desde que su sobrino había abierto los ojos gracias a ella, por lo que, pensaba que debía darle un regalo como agradecimiento. El problema es que no tenía idea de qué. Obviamente, no conocía los gustos actuales de las damas jóvenes que circulaban en el Imperio. Su última esperanza era Joseph, quien al final no lo ayudó tanto como esperaba, pero que aún así, le brindó una información útil.

—Con que le gusta leer —murmura más para sí mismo.

—De hecho, a mí también me sorprendió —confiesa el mayordomo sin tapujos. No era para menos, por más clasista que sonara tenía que admitir qué los plebeyos no contaban con la educación suficiente para aprender a leer o escribir… o al menos hasta donde él sabía—. En todo caso, debería realizarle usted mismo esa pregunta a la señorita, ¿no le parece?  

Albenis suelta un suspiro. 

Detestaba que su viejo mayordomo tuviera razón. 

—Lo haré. Después de encargarme de otro asunto primero. 

—Por casualidad, ¿ese asunto es el Marqués Solís? 

—Sí que me conoces, Joseph —dice Albenis, curvando sus labios en una evidente sonrisita malvada. 

—Lo ví nacer y crecer. Es imposible que no lo conozca, señor —señala lo obvio—. Solo le pido que tenga cuidado y trate de no manchar su ropa de sangre, es difícil lavarla después. 

****

Después de no recibir noticias de ninguno de los mercenarios a los que contrató para infiltrarse en el territorio Norte. Solís, está seguro de dos cosas: Esos idiotas se arrepintieron a última hora y huyeron con su dinero o, tuvieron la mala suerte de ser descubiertos por el propio Duque.

Si lo analizaba bien. Lo segundo era lo más factible.

Puede que fuera joven, pero no debía subestimarse. Eso se lo reconocía. Después de todo, la mayor parte de su vida la había pasado en el campo de batalla masacrando a quienes se oponían al Imperio y al Emperador mismo. Aunque no por voluntad propia. Aquello resultaba más que evidente y es, precisamente por ello, que Albenis Ramsay era una amenaza andante para toda la familia Imperial. Y de paso, él también llevaría del bulto por apoyarlos tan abiertamente.

Aprieta su mandíbula con furia. 

Sea como fuera que resultaron las cosas, sólo podía estar de acuerdo en algo: 

—¡Todos son unos desgraciados inútiles e inservibles buenos para nada! —dice, arrojando un vaso que todavía contiene un poco de licor en su interior con violencia a la pared más cercana a él.

Luego, trata de calmarse pasando una de sus manos por un lado de su cabello.

—Todavía puedo deshacerme de él —piensa en voz alta. Está solo en su oficina a altas horas de la madrugada, así qué, no tenía que preocuparse de que alguien lo escuchara—. No importa lo fuerte que sea sigue siendo un humano…

Su monólogo fue interrumpido por un ruido que proviene del pasillo al otro lado de la puerta. Alertandolo de inmediato. Hasta ese momento había jurado que nadie más aparte de él, podría estar en esa ala de la mansión. Pues, sabían que no le gustaba ser interrumpido.

A lo mejor se trataba de unos nuevos sirvientes que contrató su esposa. Sin pensarlo dos veces sale de su oficina con la clara intención de recordarle las reglas a quien quiera que estuviera rondando por allí. Para su sorpresa. El largo pasillo que conectaba con el jardín interno de la casa estaba completamente desierto. Justo como debía ser según sus órdenes. 




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