Un inesperado escalofrío cruzó por el cuerpo de Lidia. La confesión de Ámbar fue perturbadora, pero de inmediato calmó sus instintos y volvió a su tarea de conocer más sobre la historia de esa joven que le pareció distinta desde el primer instante.
—¿Cuál fue el motivo? ¿Qué te llevó a hacer algo así? —la cuestionó directa porque tal vez sus manos estaban manchadas de rojo carmín, pero su móvil podía ser de valor para el caso, por eso no dudó en indagar.
—¡Sí!, sí tengo un motivo —respondió sin parpadear.
En la abogada nació una esperanza y esperó paciente a que Ámbar relatara su versión, pero esta se mantuvo en completo silencio.
—Entonces..., ¿cuál es? —Sostenía la pluma sobre una hoja de su libreta.
—No le diré, porque si le digo creerá que estoy mal de aquí. —Apuntó a su cabeza con un dedo que temblaba como si fuera de papel—, y entonces me enviará a uno de esos centros de locos, ¡y yo no soy una loca!
A pesar de lo que la joven dijo, las muecas que dibujó la hicieron pensar lo contrario.
—Nadie va a enviarte a un lugar de esos. Tranquila. Esto es entre tú y yo. Puedes confiar en mí.
Tan solo fue necesario usar un tono de voz más afable y Ámbar pareció ser dominada por su frase.
—¡Está bien! —aceptó, se llevó una mano hacia el rostro y jaló un poco los cabellos que cubrían su mentón—. Pero yo le diré lo que puede escribir y lo que no. —Señaló la libreta todavía con el temblor en el dedo, como si ese puñado de hojas fuese su enemigo.
—Entiendo. Uso las notas para releerlas más adelante, pero anotaré lo que tú me digas. —Con un movimiento lento bajó la pluma—. No escribiré hasta que tú me digas. Puedes comenzar —le indicó amistosa.
Ámbar titubeó un poco, giró a ver hacia la pared y se removió en su silla. Era obvio que se sentía incómoda. Comenzó su relato susurrándolo; como si se lo contara a sí misma.
—Sucedió hace cinco meses y once días —dijo y vio que la abogada levantó la cara de un tirón al mencionarle el dato tan preciso—. Eso puede apuntarlo, pero solo la fecha... —Su mirada se centró en Lidia—. Le parecerá raro que la recuerde tan bien, pero es de esas cosas que una no puede quitarse de la cabeza así como así. He contado todos los días que han pasado. —Se detuvo por un instante y suspiró lento y hondo—. Veintinueve de agosto del dos mil once, ese fue el día.
—¿El día? ¿El día de qué? —quería saber a qué se refería.
Ámbar entrecerró los ojos, unos ojos que le indicaron a Lidia que ella cargaba con una culpa que le pesaba.
—El día en que todo este "caso” empezó.
La abogada se sintió confundida porque sus clientes, por lo general, comenzaban sus relatos con justificaciones de sus actos.
—Disculpa, pero no te estoy entendiendo. ¿Podrías ser más clara? Es necesario.
—¡Bien...! —suspiró, luego continuó con una voz un poco más enérgica—: ¿Sabe dónde vivo? —No esperó respuesta—. No lo creo, seguro sus pies jamás han pisado ni cerca. Mi hogar está entre las montañas, alejado de toda esta basura y contaminación. Es un pueblo mágico, pequeño pero hermoso. A veces llegan turistas a visitarnos. Les gusta visitarnos, conocernos. —Soltó una corta risa al revivir los recuerdos de esos tiempos—. Ellos van, toman un montón de fotos, se divierten hasta que se cansan, después se van a su sucia ciudad y dejan más de un corazón roto. —Hizo una mueca de dolor al decirlo—. Yo pienso que somos como un circo para ellos. Mi pueblo es conocido por sus leyendas, y solo quieren ver si hay algo de verdad o no.
—¿Cuáles leyendas? —Lidia comenzó a creer que la chica no estaba tomando en serio la situación.
—¿No las conoce? Las leyendas de que nuestro pueblo es un criadero de monstruos. —Sus ojos saltaron de sus cuencas y las venas de su frente se marcaron—. Y no hablo de malas personas. —Con su dedo negó varias veces—. ¡No, no, no! Hablo de monstruos reales, con garras, con afilados dientes y tan altos como una casa. —Sonrió divertida y bajó la voz, como si alguien más estuviera cerca y no quisiera que escuchara—. Se dice que nuestros antepasados usaban las prácticas antiguas a su beneficio más seguido de lo que debían, y que algunas cosas no salieron bien muchos años atrás. Quedó abierta una puerta a lo que los católicos conocen como “el infierno”. Por eso ahora nuestro pueblo sufre de una maldición. Los más viejos aseguraron que acabaríamos consumidos en las eternas llamas. Pero yo siempre creí que todo eso era para llamar la atención de los chismosos. —En un segundo su expresión se volvió sombría—. No te puedes meter en los terrenos del diablo y pensar que saldrás bien librado... —De un tirón se sentó recta en la silla y su voz recuperó la fuerza—. Aunque usted no debe creer las tonterías que le digo. Son inventos de ancianos aburridos y sin educación.
Aquellos ojos de miel se mantenían clavados en Lidia y le causó un pequeño escalofrío, pero lo disimuló lo mejor que pudo.
El gris despintado de las paredes junto con esas formas negras que la humedad causó ayudaron a que el ambiente se sintiera un tanto tenso.
—Vivo... Vivía —continuó Ámbar—, con mi abuelo y mi hermano menor que apenas tiene ocho años. Debería conocerlo, es un niño tan compasivo. Le caería muy bien.
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Editado: 27.05.2024