El hechizo de amor mis venas recorrió.
Dio vida a lo muerto y mató lo que vivía.
Tu voz susurrante me pide perdón,
mi voz gritando te ruega que vengas.
No digas “adiós”, mi amor, mejor di “bienvenida”.
—¡El fuego! —pronunció Ámbar, respirando con dificultad y con la vista perdida—. ¡El fuego estaba por todas partes! Se tragaba todo, a todos… —Sus manos se movían violentas, dibujando las llamas en el viento.
—¿Cómo inició ese fuego? —le preguntó Lidia.
Las dos mujeres se encontraban hablando en plena madrugada, todavía en el hospital. La abogada decidió hacerle compañía porque su abuelo se fue de vuelta a su pueblo en cuanto supo que estaba fuera de peligro. La charla se había desviado hasta llegar por fin al punto más escandaloso de lo que pasó.
—Esa noche me fui a dormir muy temprano. Me sentía cansada y el dolor de perder a Alan era insoportable —sollozó—. Apenas me acostaba cuando, de pronto, un ruido me puso nerviosa. Me levanté tan rápido como pude para saber qué pasaba, pero la puerta de mi cuarto estaba atascada, ¡como si alguien la hubiera atrancado!... —Quiso callar, hundirse en la cama y cubrirse por completo como si con eso se protegiera de lo que sentía, pero se armó de valor y continuó, a pesar de que cada palabra la golpeaba—. Pensé en ese momento que tal vez era un sueño, que me quedé dormida. ¡Quería despertar, ya! Presentía que algo no iba bien. Entonces el humo empezó a entrar por los huecos de la ventana y la puerta, y mi vista se puso borrosa.
El hecho de escuchar: “aquel día”, logró que Lidia retrocediera a las imágenes deplorables que tenía guardadas en la mente sobre el pueblo de la joven. Una vez más se acomodó en la incómoda silla para prestar atención a cada detalle que le describiera porque sabía que en ellos se encontraba información importante.
Ámbar seguía todavía internada, pero el médico ya no se molestó en prohibirle nada, e incluso Lidia le llevó una Coca-Cola a petición de ella.
—¿Por qué no tienes ninguna cicatriz? —la cuestionó de golpe al recordar las marcas que le dejó el incendio a una de sus amigas.
—No sé, las llamas no me quemaron… y no entiendo por qué —confesó confundida. Su rostro se veía más pálido y la delgadez de su cuerpo era preocupante. Sus bellos ojos habían perdido el brillo, como si alguien los hubiese apagado poco a poco; tal como una vela que se consume lento.
La Ámbar que comenzó el caso no era para nada parecida a esa mujer tan acabada que ahora hablaba. Ahora su frente tenía una cicatriz que se encargaría de recordarle la salud y vitalidad que perdió.
Lidia vio que su inestabilidad hacía acto de presencia. Sus manos no dejaron de moverse y sus parpadeos se violentaron como alas de mariposa en pleno vuelo. Así, le sujetó el dorso de una de esas manos para tranquilizarla como ya era costumbre, y ella le respondió con un apretón fuerte.
—¿Cómo fue que saliste viva de la casa si te encontrabas encerrada? —indagó, esta vez con un tono de voz cariñoso.
—Ya se lo dije, un ruido… un fuerte ruido… algo, alguien. No sé… —La desesperación sobrevino, pero fue capaz de controlarla y se quedó en silencio por casi un minuto, luego reaccionó sorprendida al toparse con el recuerdo que buscaba con urgencia—. ¡No! Sí sé quién fue. ¡Era José! —Al decir el nombre de su hermano sus ojos saltaron de una forma exagerada.
—¿José? ¡Tu hermanito! —La afirmación la desconcertó.
—Sí, era él, pero no era él… —Jaló sus cabellos con su mano libre porque la confusión la atacaba. Las palabras salían amontonadas y sonaba temerosa—. Abrió la puerta y entró… Pero sus manos… Tenía una cosa en sus manos.
—¿Qué tenía?
—¡Ya sé! ¡Un hacha! —respondió, alzando la voz—. ¡Sí!, era un hacha… Él caminó hacia mí… ¡como si quisiera usarla en mi contra! —El terror se reflejó en su expresión.
—¡Pero es un niño! —recalcó Lidia.
El ambiente se fue transformando tal como si un huracán hubiera entrado a la habitación y las estuviera arrastrando en su desastre.
—No lo parecía… Sus ojos no parecían los de él, estaba distinto y me dio mucho miedo. Le hablé para que volviera en sí, pero no se detenía, así que corrí y lo empujé lo más suave que pude. Sé que quería hacerme daño… —lloriqueó, pero prosiguió aunque su voz se quebraba—. Salí de la casa y ¡entonces vi la cosa más espantosa que jamás pensé ver!
El tiempo se detuvo para ambas. Fue como si las dos se trasladaran a ese recuerdo y lo pudieran vivir a través de las palabras de Ámbar.
—¡Las casas se quemaban! —continuó con una mueca de horror—. ¡Todas! Y las personas… ellas… se lastimaban unas a otras. Las llamas se hacían más grandes, monstruosas, sin que alguien intentara detenerlas. Se escuchaban gritos de horror, de dolor. Apestaba a carne quemada. Fue una verdadera pesadilla, solo que no podía despertar.
—¿Por qué harían algo así? —la interrumpió de golpe.
—¡Juro que no lo sé! Cargaban palos, machetes, y también escuché disparos. Parecía el infierno mismo. Solo recuerdo que un enorme charco de sangre cubría la entrada de mi casa y, al no encontrar a mi abuelo, pensé lo peor. Me eché a correr y llegué hasta la casa donde me veía con Alan. Era como si mis pies me llevaran sin permiso. No va a creerlo, pero cuando llegué lo vi a él —lo último salió con un pequeño quejido de desconsuelo.
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Editado: 27.05.2024