Un guardia con cara de hartazgo se dispuso a entrar al darse cuenta de lo que la joven hizo, pero Lidia le indicó con una señal de su mano que no. A pesar de que Ámbar podía ser una persona agresiva, eligió seguir escuchándola.
El hombre obedeció con pocas ganas, pero sabía que la abogada que estaba dentro era una de las más respetadas de la ciudad. No le convenía mostrar su verdadera forma de controlar a las reclusas frente a alguien así.
—¡Calma! ¡Trata de respirar hondo, eso te ayudará! Puede que mi informe esté mal, mandaré a que lo revisen. Pero el nombre no importa ahora —le dijo y se acercó a ella. Con todo cuidado, posó una mano sobre su brazo, buscando que se relajara.
Gracias a su intervención, Ámbar volvió a sentarse, suspiró, se enredó un mechón de cabello en un dedo, y después de sentirse mejor volvió a hablar como si se hubiera quedado en pausa:
—¡Alan! Ese es su nombre. ¡No vuelva a cambiarlo! —Entrecerró los ojos.
—No lo haré.
—Sí, era él. Estaba a pocos metros de mí, de pie, no decía nada y solo me miraba. Yo... tenía que moverme, así que decidí irme a casa. Con todo el miedo que sentía pasé a su lado casi corriendo, con la canasta de frutas vaciándose, pero no me importó. Por la forma en la que me veía, creí que me jalaría del brazo y me arrastraría por todo el campo. Imaginé tantas cosas que podía hacerme. Estaba sola y la falta de sol y los maizales crecidos nos escondían, no iba a tener testigos. Además, ¿ya me vio? —Se señaló con ambas manos—. No soy alta ni fuerte. ¡Podía matarme con poco esfuerzo! Pero... —Su barbilla tembló—, él ni siquiera se movió. Lo único que hizo fue seguirme con la vista y ni siquiera fue discreto. Corrí como nunca. Las sandalias que llevaba me cortaron un poco, pero pude llegar a mi casa. Esa noche no dormí por el miedo que me causaba recordar lo que pasó.
La mente de Lidia retrocedió al resumen de los hechos que le hicieron llegar, pero en ellos jamás se mencionó un ataque así. Por el contrario, los testimonios aseguraron que ellos dos mantenían una relación amorosa.
—¿Podrías darme una descripción del sujeto? —Le urgía corroborar que se tratara de la misma persona ya que su cliente desconocía el nombre real de la víctima.
—¿No la tiene en sus papeles? —le dijo enfadada y apuntó hacia el maletín que colgaba del respaldo de la silla.
La abogada recargó los codos en la mesa para acortar la distancia entre ellas.
—De verdad necesito que me digas cada cosa que te cuestiono, es necesario para que puedas salir de aquí.
—¡Ya le dije que no quiero salir! Si le cuento esto es porque es usted quien quiere saberlo. Y… no sé, tal vez así pueda sentirme mejor. —Una lágrima casi invisible se escapó de su ojo derecho, y luego sus mejillas pecosas se fueron empapando por más—. No es fácil vivir con el recordatorio de que hiciste daño, ¡que le quitaste la vida a alguien! Es un pensamiento que me tortura todo el tiempo. —Con sus dos manos vueltas puños se dio golpecitos, y sus párpados se cerraron tanto que las arrugas alrededor descompusieron su bello rostro—. ¡Cuando me baño! —Se dio un golpe más—. ¡Cuando como! ¡Cuando me acuesto a dormir! —Sus dos puños volvieron a impactar en su cráneo, pero esta vez más fuerte—. ¡Y se repite, y repite, y repite!
Lidia sabía que debía detenerla o el guardia regresaría, además de que podía hacerse daño. Así que estiró el brazo y paró uno de sus puños. El dolor en su palma le avisó que Ámbar iba en serio con su autoagresión.
—¡Ha sido suficiente! —fue severa al dirigirse a ella—. ¡Basta!
—Solo quiero borrarlo de mi cabeza —chilló.
—Estoy segura de que te ayudará el contármelo, pero creo que con lo que avanzamos basta para un día. —Tenía claro que la joven estaba al límite. Lo había visto más de una vez. Al adentrarse en un penoso pasado, la energía se transforma porque hablar es demasiado doloroso, y puede derivar en un acto desesperado.
Ámbar se limpió con brusquedad el rostro con sus muñecas y luego manoteó para que ella no guardara su libreta.
—¡Espere! Antes tengo que decirle cómo era. ¿No eso preguntó?
Lidia sacó un pañuelo de tela que llevaba dentro del maletín y se lo entregó a Ámbar.
—Te escucho —aceptó porque la curiosidad fue mayor y preparó su pluma.
—Era un hombre muy diferente a todos los que conocía. —Sollozaba un poco al hablar y con el pañuelo sonó su nariz—. Traía puesta una gabardina larga negra que le llegaba a las rodillas. ¡Aunque hacía tanto calor! Pero estaba sucia, tenía manchas de lodo hasta en los hombros.
—¿Crees que llevaba días deambulando?
—Su cabello era tan rojo. —Ignoró la pregunta porque estaba ensimismada—. ¡Tan, tan rojo! Todavía creo que no he visto otro tono igual... También era alto, muy alto, casi dos metros que lo hacían parecer un gigante. Como aquellos del cuento del árbol de habichuelas, ¿lo conoce? Sus ojos cafés se veían raros por las grandes ojeras que se cargaba. Y su piel. —Acarició lento su propio brazo—. Era blanca, pero no de un blanco natural. Recuerdo que cuando era niña vi el cuerpo de mi tía Alfonsina. La velamos dos días y su piel se puso igual… —De golpe se silenció y sus párpados se elevaron al máximo—. Así era él.
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Editado: 27.05.2024