La casa de Carlos se iba transformando poco a poco en un lugar donde se sentía segura. De tres a cuatro noches la pasaba allí. Visitarlo se volvía una bonita rutina. Él modificó a su gusto su recámara y compró muebles nuevos que ella le ayudó a elegir. A su manera, le brindaba todo para que, con el paso del tiempo, lo sintiera como suya.
Quizá Lidia no podía luchar contra un fantasma, pero seguía viva y podía hacerse un espacio libre sin que él se olvidara de su difunta esposa. Lo que más deseaba era que todo saliera bien entre los dos.
—¿Ya lista para mañana? —le preguntó después de ponerse el pijama.
Escogió dormir con él para tener su apoyo.
—La verdad no —le confesó cabizbaja mientras se ponía una crema de noche en la cara.
—¿Qué pasa? —Se sentó a su lado en la cama para poder conversar frente a frente.
—Ella no quiere ser libre.
Carlos le tocó la espalda y la empezó a masajear.
—Sé que aunque no nos guste, debemos respetar a los clientes —dijo buscando reconfortarla—. Sus razones tendrá. Aunque será una manchita en tu historial, es apenas un rasguñito. —Se guardó para sí la verdadera opinión que tenía de perder ese caso. Mortificarla no tenía sentido.
A pesar de eso, Lidia pareció molesta.
—Le llevé todo lo que encontré para convencerla, y no pude. Además el código de ética me dicta hacer mi trabajo.
—Tal vez quien necesita ser libre no es Ámbar.
En ese instante, con una frase simple, se le ocurrió otra idea que a ella también le serviría para superar el trago amargo de dejarse vencer.
—Voy a hacer una llamada. —Se puso de pie y recogió más animada su teléfono del buró.
—¿A esta hora? —Ya pasaban de las diez de la noche.
—Es urgente. No tardo.
Salió hasta el balcón de la habitación y marcó el número luego de rebuscar en sus contactos. «Esto será bueno» pensó para sí.
El juicio inició a las ocho de la mañana. Allí estaba Patricio Ledesma, el abogado contrario, con una gran sonrisa de suficiencia que la irritó. También asistieron familiares y amigos de Gabriel.
La familia Alcalá la observaba sin tapujos cuando se sentó en la banca de enfrente.
El juez y el jurado tomaron sus respectivos lugares.
A Lidia le impresionó ver al Juez Olvera, conocido por ser implacable con sus sentencias; implacable y también un vendido. Seguro los Alcalá movieron influencias fuertes para tener a tremendo Juez allí.
A Ámbar solo la acompañaba ella y Carlos. Su abuelo no asistió, ni siquiera llamó para informarse sobre el caso de su nieta.
Los policías llevaron a la joven hasta donde estaba ella. Ya sabía de sobra que estaba débil, así que le pidió a un paramédico que ayudó con unas multas que estuviera cerca por si llegaba a necesitarse.
Para esa importante ocasión, Ámbar se peinó y maquilló lo mejor que pudo. Por un breve instante detectó el brillo en su mirada que le conoció cuando la vio la primera vez.
—¿Hizo lo que le pedí? —la cuestionó cuando estuvieron cerca.
—El testigo tiene que presentarse, pero solo dirá que mantuvieron una breve relación y que no sabe más.
—Gracias —susurró y fijó la vista al frente.
Lo siguiente que pasó fue un mar de sensaciones. Se desahogaron las pruebas y se emitieron los alegatos. Aarón siguió sus peticiones y luego se fue.
El reloj corría tan rápido que la mareó y cuando los testigos, varios pobladores de su pueblo, la atacaron y señalaron como culpable, quiso correr y gritarles lo mentirosos que eran. Lo hipócritas que eran con una niña confundida.
Le dolió escuchar a Ámbar decir que era culpable. Hasta el último momento deseó que cambiara de opinión, pero no lo hizo. La seguridad con la que lo dijo fue la misma con la que se lo dijo a ella.
La abogada trató de portarse serena, presentó atenuantes como su estado de salud y que cooperó en el proceso, buscando reducir el grado de responsabilidad y, sin desearlo, llegó el momento de emitir el fallo para dictar sentencia.
Castelo no cuestionó sobre por qué la familia reportó la desaparición mucho después de que sucedió. En el fondo quería que el jurado pensara que tal vez el muchacho hacía locuras más seguido de lo que eran capaces de confesar.
El juez por fin emitió el fallo. Su corazón latió veloz.
—… Por unanimidad de votos, se te encuentra culpable por el delito de homicidio calificado. La sentencia obtenida es de cuarenta años de prisión…
Lo siguiente que el juez dijo lo escuchó como lejano. ¡Cuarenta años! Si lograba sobrevivir todo ese tiempo, saldría hasta los cincuenta y nueve, perdiendo así su juventud.
Ámbar ni siquiera se alteró al escuchar que se quedaría en ese lugar por tantos años. Su vista se mantenía fija y su semblante estuvo estoico.
Lidia se sintió desfallecer, pero tenía claro que las leyes en México no suelen ser justas para quienes no tienen un apellido que pese, y a Ámbar la hicieron pedazos porque su nombre no figuraba en las listas de personas con poder.
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Editado: 27.05.2024