Ella es mi monstruo

El broche de oro

 

—Cálmese, señora —refunfuñó el médico.

—Oh no. Ahora usted me escuchará a mí, estúpido cretino —gruñó mi hermana, en respuesta.

Owen sostenía al bebé Shane, mientras yo llevaba el bolso con todas las pertenencias de Pam. Jenna estaba sentada en el pasillo con expresión de aburrimiento, mientras nosotros intentábamos tener una conversación con el director del hospital.

Pero, obviamente, las cosas se habían salido de control apenas Pam abrió su boca. El tema candente era el ascensor. Y aunque estaba de acuerdo con mi hermana sobre la negligencia del hospital, su reacción era un poco violenta. Un poco mirando con un solo ojo… Bueno, lo típico.

—Si ustedes hubieran colgado un maldito cartel, con una jodida advertencia que dijera del ascensor descompuesto, esto no habría ocurrido —siseó con furia y el médico retrocedió un poco. Hablaba a toda velocidad y con el tono alto, casi a los gritos.

Siendo sincera, no desearía estar en el lugar de ese hombre, ya que Pamela podía ser muy intimidante si estaba así de enojada.

—Pero, según mi secretaria, sí existía un aviso en la recepción —se atajó el doctor, haciéndose el desentendido.

Escuché a Owen chasquear la lengua en discrepancia y claro que yo estaba de acuerdo con él. Eso era una vil mentira, ya que el cartel había sido colgado después del incidente que tuvimos. Simplemente quería librarse de la responsabilidad. Pero yo sabía que Pam no lo dejaría salirse con la suya.

—Me causa gracia la ridiculez que dice, además de que está prácticamente echándonos la culpa por su incompetencia. Pero, ¿sabe qué? ¡Me importa un bledo lo que la imbécil de su secretaria diga! El cartel no estaba y punto. De todas maneras, ¿cómo se les ocurre tener un ascensor defectuoso en funcionamiento? ¿Qué demonios les costaba clausurarlo? ¿Acaso se les iba a caer una mano o un brazo si lo inhabilitaban? ¿O son simples ineptos?

—Señora Duncan, los términos peyorativos están de más.

—Oh, no. Créame que no. Por su causa, casi muero o peor aún, el bebé casi muere —su voz sonaba sombría a un punto inexplicable. Pero ya no sentía ninguna pena por aquel hombre, porque todo lo que ella decía era verdad—. Si mi hermana no hubiese estado allí, ese habría sido mi destino. Así que lo insultaré a usted y a sus empleados todo lo que se me dé la jodida gana, ¿me escuchó?

El doctor me miró por un segundo, conteniendo su ira hacia Pam. Sus palabras eran duras para él, pero por el contrario, eran un halago hacía mí y mi hazaña. De repente, me sentí muy bien…

—Señora, el personal médico también hizo su mejor esfuerzo por salvarla a usted y a su hijo —se atrevió a decir, algo no muy acertado en una discusión con ella.

—Lo único que hicieron fue reparar el desastre que ustedes mismos crearon. Y de no ser por ella, ni siquiera habría salido del elevador. ¡¿O fue usted quien abrió las puertas?!

En ese momento, Pam guardó silencio, indicándole al médico que debía responder a su pregunta. El hombre apretó los labios, viéndose en un aprieto.

—No —contestó a secas. En ese momento, supe que aquel doctor ya había perdido esa discusión. Era inevitable.

—Ohh ¡Ya veo! ¿Quizás fue alguno de sus médicos quien abrió la puerta? —el tono de Pam continuó subiendo el filo.

—No.

—Mmmm… ¿Entonces, ayudaron a mi hermana a abrir la puerta?

—Bueno, eso sí.

—¡No! —gritó Pam, asustando al médico y a todos los que nos encontrábamos a su alrededor—. Ella las abrió sola. Y fue después de que Amy realizó ese tremendo esfuerzo, que ustedes le dieron una mano. ¡Incluso se lesionó el brazo en ese acto! Todo esto es su culpa.

Sus argumentos continuaron por una media hora más, tiempo en el que ningún individuo se atrevió a acercarse. Al final, como era sabido, Pam ganó la disputa y el hospital llenó formularios para darnos tratamiento gratuito a los tres, ella, el bebé y yo.

La tormenta había mermado. El regreso de Pam junto con su bebé en buenas condiciones de salud, era la bandera de victoria para nuestra familia. Finalmente podía respirar en paz.

Ahora podía volver a mis rutinarias preocupaciones, que después de lo ocurrido habían perdido casi todo el peso. Existían cosas más importantes en la vida por las cuales angustiarse. Mis perspectivas se habían equilibrado, quizás no del todo, pero bastante y planeaba aprovechar ese extraño positivismo que me invadía para seguir adelante.

A lo que más tenía que prestar atención era a mi entrenamiento, porque se acercaban los Juegos Panamericanos, es decir la carrera de obstáculos. No es que estuviese fuera de forma, pero no me había entrenado la última semana, así que estaba a contrarreloj. El problema no era correr en sí, sino el tiempo. Para esta competencia, tenía que completar 3000 metros en menos de quince minutos y a mí me tomaba más de veinte.

Solo un par de días después, regresé a mi alojamiento con Lena y retomé la estricta agenda. Era hora de dedicarse y disfrutarlo.

—Amy, ¿vas a correr conmigo, o saldrás más tarde? —Lena sostenía su reproductor mp3 mientras esperaba mi respuesta.

—Voy a ir a las siete. Pero mañana, si quieres, te acompaño.

—Claro. Nos vemos para la cena, entonces.

Mi compañera sueca había perfeccionado su inglés en todo este tiempo y ahora apenas si se sentía su acento. Sonrió en despedida y salió, como buena y disciplinada corredora. Las Olimpiadas serían unas tres semanas después de los Panamericanos, así que Lena también estaba entrenando muy duro.

Ya era la segunda semana de febrero y el frío aún no disminuía su potencia. Se hacía pesado ejercitarse durante la mañana o por la noche, ya que en esas horas las calzadas estaban nevadas o las cubría una capa de hielo. Pero en esos horarios nos encontrábamos disponibles, sin ningún compromiso laboral o escolar. Así que no quedaba más opción que resignarse.




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