— Milton. — saludé secamente y con desprecio evidente.
— Mi queridísima Emma. — me regaló una enorme sonrisa juntando sus manos.
Mis ojos viajaron a sus alas.
— Alguien me dijo que me buscabas. — le dije con indiferencia y poniéndome firme.
— Bueno en realidad solo quería darte unos avisos.
— No tengo tu tiempo. — lo invité a hablar.
— En primera, deberías agradecerme por no haberte cortado esas hermosas alas, de lo contrario, estarías doblegándote de dolor aún. — me observó fríamente haciendo que un escalofrío me recorriera la espalda.
— No tengo nada que agradecerte. — escupí con asco. — Que tú hayas cometido un error al no quitármelas cuando tuviste oportunidad no significa que tenga que hacerlo. Tu error. — finalicé apuntándolo con la mano.
Él me dio una sonrisa arrogante.
Me gire decidida a irme.
— Aún no logro entender lo que Steve vio en ti. — me recorrió con la vista. — Que lástima que te haya olvidado tan rápido.
Apreté mis puños lo más fuerte que pude, y las lágrimas picaron en mis ojos.
— Pero bueno. — rectificó Milton. — No vine a darte malas noticias que amarguen tu vida. — miró sus manos. — Te vengo a ofrecer una propuesta. — me mostró una sonrisa.
— Habla ya. — dije mirando fijamente sus ojos.
— Tú regresas al cielo. — soltó de repente.
Mis ojos se abrieron con asombro al igual que mi boca.
Definitivamente no me lo esperaba.
— Huele a gato encerrado. — le dije sospechando.
— Ni encierro ni gato. — me dijo sentándose en una roca. — Solo eso, tú vuelves, tu hermano deja de molestar y tú recuperas tus alas como eran antes.
— ¿Y qué ganas tu? — pregunté entrecerrando mis ojos.
— Emma, me ofendes. — se llevó una mano al pecho. Lo miré de mala gana. — Bien, bien. Solo mi reputación de dominante vuelve.
Claro, el ser que lo reta corre a pedirle perdón.
No ésta vez Milton.
— Ajá, y yo soy un alma en pena. — me crucé de brazos. — Qué es lo que ganas en realidad. Qué pasaría si acepto. — lo interrogué.
— Tú vuelves... — me miró fijamente. — Esto es muy difícil de explicar. — se restregó el rostro. — Mi padre dice que un buen comandante necesita a una esposa a su lado. — explicó. — Nadie existe en este mundo con tu belleza singular, Emma. — tomó mi mechón de cabello y yo lo aparté con brusquedad.
— No. Prefiero desatar la peor de las guerras a verme esposada contigo. — le di una mirada asesina.
Despegué mis alas y volé de regreso a casa.
Prepárate Emma. Milton moverá cielo y tierra para encontrarte.
A Milton no se le dice que no.
(...)
Aterricé en la entrada de mi ventana y al guardar mis alas dos plumas cayeron. Delicadamente las tomé en mis manos y las guardé con las demás.
Abajo se escuchaban voces amortiguadas. Era Aine, pero no logré identificar la voz de la otra persona.
Raramente no tenía ganas de ver el sol resplandecer.
Pero si era algo que me atormentaba la mente eran las palabras de Milton.
¿Yo? ¿Su esposa?
Ni muerta.
Las voces de Aine y la otra persona se acercaban por el pasillo que conducía a mi habitación.
Rápidamente me puse el pijama y me metí entre las sábanas simulando dormir, pero no cerré los ojos tratando de distinguir esa voz...
Los pasos se detuvieron detrás de mi puerta. La voz no identificada aún discutía en voz baja con Aine.
Sin poder aguantar más, me quité las sábanas y caminé descalza hasta la puerta, desarreglando mi pelo en el transcurso para hacer más evidente mi reciente despertar.
Abrí la puerta dando un bostezo falso.
— Aine, pensé que te dije que no me dejaras dormir tanto. — dije viéndola.
Aine y un joven rubio platino, de ojos color miel, de unos uno noventa y algo, vestido con una chaqueta y jeans negros, me miraron sorprendidos desde fuera.