Los años que siguieron fueron una metamorfosis tumultuosa de mi alma perdida en los laberintos del amor. Después del cruel episodio con Clara, la mera idea de un amor puro se había evaporado, dejando lugar a un cinismo tan profundo como el fondo de un vaso de whisky barato. Había abandonado la esperanza de un refugio de paz interior para sumergirme de cabeza en las aguas turbias del libertinaje y la autoindulgencia.
Mi miserable vida de estudiante de secundaria llegaba a su fin, y la universidad me recibió como un lienzo en blanco, listo para ser salpicado de colores vivos y trazos provocativos. Me lancé en cuerpo y alma a un mundo de fiestas nocturnas y encuentros efímeros, donde cada noche se convertía en una obra de teatro en la que interpretaba el papel de un seductor tan hábil como desilusionado.
En la universidad, descubrí un nuevo universo donde la libertad y el anonimato ofrecían posibilidades infinitas. Aquí, podía ser alguien más, un hombre desapegado e insensible, para quien el amor no era más que un juego sin mañana. Abracé esta nueva vida con una determinación feroz, jurando no dejar que una mujer me hiciera derramar una sola lágrima jamás.
Las fiestas estudiantiles se convirtieron en mi terreno de caza. Perfeccioné el arte de la seducción, utilizando mi nuevo encanto y mi confianza inquebrantable para conquistar corazones sin aferrarme a ellos. Cada nueva conquista era una victoria, cada número de teléfono obtenido, un trofeo para añadir a mi colección. Coleccionaba besos robados y promesas susurradas en la oscuridad, sin volver la vista atrás.
El rostro de Émilie, con su dulzura angelical, se desvanecía lentamente, reemplazado por recuerdos borrosos de rostros y cuerpos anónimos. Las relaciones nunca duraban más de una noche, a veces dos. Muy raramente una semana. Poco me importaban los sentimientos de las jóvenes que frecuentaba, viéndolas simplemente como escapes temporales a mis desilusiones pasadas.
Las relaciones eran juegos, ajedrez donde movía mis piezas con frialdad calculada. Seducía sin apegarme, prometiendo mañanas que sabía que eran espejismos. Cada conquista era una victoria hueca, una prueba de mi dominio ilusorio sobre los corazones de los demás y sobre el mío.
Entre estas conquistas, estaba Julie, una estudiante de literatura con ojos soñadores. Ella buscaba la pasión, creyendo ingenuamente que yo era el hombre que podría ofrecérsela. Interpreté el papel a la perfección, utilizando palabras dulces y gestos tiernos para atraerla a mi trampa. Pero en cuanto se apegó, la abandoné, dejándola devastada por una ruptura brutal. Esa era mi forma de protegerme, de evitar cualquier compromiso que pudiera recordarme mis heridas pasadas.
También estuvo Mélanie, una estudiante de derecho que quería cambiar el mundo, una idealista. Nuestra relación era intensa y parecía de una comprensión mutua, pero nunca dejaba que mis emociones se transparentaran. Cuando nuestra relación empezaba a volverse seria, me alejaba, dejándola luchar con preguntas sin respuesta y sentimientos no compartidos. Una vez más, esa era mi manera de huir de cualquier riesgo de apego profundo.
Cada nueva conquista era una forma de protegerme, de probarme que controlaba mis emociones y que nadie podía alcanzarme. Sin embargo, en el fondo de mí, una voz persistente me recordaba que todo era una fachada, una armadura frágil contra el dolor. Pero era demasiado orgulloso, demasiado herido para escuchar esa voz.
Pasaron los años, y esa vida de seductor insensible se convirtió en mi nueva realidad. Los rostros se sucedían, los nombres se confundían, y cada mañana me despertaba solo, rodeado por los ecos de mis propias mentiras. Los recuerdos de mis primeros amores se desvanecían, reemplazados por una rutina vacía y carente de sentido.
Fue durante este período que comprendí que huir del amor era una batalla perdida de antemano. A pesar de todos mis esfuerzos por ignorar mis sentimientos, seguían surgiendo, insidiosos e impredecibles. Qué sentimiento insistente y cómo me enojaba en aquella época. Era como lanzarse en un juego de persecución y no quería dejar que el amor ganara.
Así que continué entregándome a mi vida de libertinaje, pisoteando los sentimientos de los demás. Manipulaba, engañaba, mentía... Y, sin embargo, siempre había un sentimiento de vacío en mí. No entendía de dónde venía ese vacío, creo que simplemente no quería entender. Era más fácil permanecer en la negación, pretender que controlaba la situación, que era el dueño de mi destino.
Pero ese vacío persistía, creciendo con cada nueva conquista, con cada nueva traición. La satisfacción efímera de mis escapadas nocturnas solo subrayaba la profundidad de mi malestar. Me esforzaba en ocultarlo tras una sonrisa encantadora y palabras melosas, pero interiormente, me sentía cada vez más desesperado.
Un día, después de una enésima noche sin significado, me encontré solo en mi apartamento, confrontado con una soledad aplastante. Me di cuenta de que esa búsqueda incesante de placeres efímeros nunca podría llenar el vacío interior que me consumía. Sin embargo, el placer del momento era tan exquisito, y ese demonio en mí siempre pedía más.
El miedo a la soledad crecía en mí, un miedo visceral de encontrarme solo conmigo mismo. Huía, me escapaba de mí mismo, evitando contemplar el futuro, aún atrapado en el pasado, perseguido por las carcajadas burlonas que mi amor sincero por Clara había suscitado.
Los recuerdos de Clara, con su sonrisa radiante y sus ojos brillantes, se mezclaban en mis pensamientos como fantasmas persistentes. Recordaban cruelmente la herida aún abierta de aquel rechazo, y cada carcajada burlona resonaba en mi mente, un eco incesante de mi vulnerabilidad expuesta.
Para escapar de esos recuerdos dolorosos, me sumergía aún más profundamente en mi vida de libertinaje. Fue en esa época que la conocí a ella.
Lamento muchas cosas, aún cargo con el peso de los remordimientos por las chicas inocentes que herí durante ese período. Pero ella, ella es mi mayor arrepentimiento y también mi mayor pérdida.
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Editado: 22.07.2024