El Castillo Pendragon era lo propiamente dicho esplendoroso. Levantaba unas imponentes murallas de un blanco inmaculado reforzadas cómo se conoce, de la energía Derthi; intraspasable para cualquier mortal, dragón o criatura que se moviera por las aguas.
A los alrededores albergaba cascadas que desembocaban en un manantial que rodeaba la colina dónde se alzaba la fortificación. Aunque, quién se fijara bien abajo, justo donde terminaba el puente que atravesaba el estrecho entre montaña y montaña, podía admirar de lejos los fosos con leviatanes que generalmente estaban hambrientos; sus ansías por comer carne fresca eran insaciables.
También deslumbraban dos torreones dispuestos a cada lado de la entrada principal con atalayas de visión aguda y un alcance de quinientos metros.
El interior no se quedaba devaluado; todo lo contrario. Sus ornamentos de oro y piedras preciosas eran la envidia de las regiones colindantes que no podían hacer menos que reconocer la basta riqueza del rey. Porque así era Howl, un aficionado del lujo, un acérrimo a ostentarlo...
Sucedió aquella mañana que todo marchaba como de costumbre, cuando el emisario real llegó con la noticia que las nuevas doncellas escogidas de entre cada rincón de Ingary estaban preparadas para presentarse ante el rey y ser evaluadas. Las escogidas formarían parte de la servidumbre del castillo y cohabitarían en este por el resto de sus vidas.
A Howl no le faltaban caudillos que hicieran dicha evaluación; pero era tan caprichoso que prefería hacer él mismo el trabajo.
¿Quién quitaba el accidente que sus subordinados se equivocaran en una decisión tan importante?
-Hacédlas pasar Rethdiel- ordenó de forma mecánica sacudiendo la mano mientras se acomodaba en el trono más ilustre que cualquier soberano se le hubiese ocurrido mandar a construir.
El mayordomo hizo una inclinación de cabeza y tardó apenas unos segundos en aparecer con veinte doncellas diferentes en color, estatura y complexión, pero todas hermosas y jóvenes.
Cada diez años, Howl realizaba la elección sin especial interés, escogiendo diez de veinte vírgenes del reino. Mas en esta ocasión, algo peculiar hizo que se levantara de su trono, y descendiera de la plataforma dónde estaba elevado. Llegó hasta las doncellas que bajaron la mirada, y fue exáminándolas una a una, deteniéndose en particular joven de cabellos marrones y los ojos más expresivos que hubiese conocido. Cierto era que mantenía su cabeza gacha, pero sin retención alguna, Howl se inclinó quedando a centímetros del rostro femenino.
-Excelente trabajo Rethdiel- felicitó al mayordomo sin apartar la mirada de la muchacha- Creo que hasta aquí no necesito evaluar nada más, llévate a las otras diez-
-Como usted ordene señor Jenkins-
-Y Rethdiel-
-¿Si mi rey?-
-Encárgate que esta joven- señaló los cabellos castaños- sea preparada para mi servicio personal-
-Se hará sin falta soberano-
-Bien pueden retirarse-
El mayordomo condujo a las doncellas por la puerta de la sala del trono y después que se hubieron marchado, Howl convino que era hora de un largo y reconfortante baño...
*****
Sophie acoplaba su respiración con cada paso que daba por el palacio. Había escuchado de la magnificencia del gran Howell Jenkins Pendragon; pero estar pisando dentro de su castillo resultaba tan increíble que rozaba lo descabellado. Siempre había admirado en secreto el linaje Pendragon. Su raza longeva de cientos de años; el mítico poder que uno de sus ancetros había dominado de la supernova que estalló en Ingary tiempos atrás; la destreza en el campo de batalla y esa fortaleza de carácter mezclada con una dulzura inigualable.
Muchas eran las leyendas que abarcaban el apellido Pendragon a través de los siglos, pero pocos habían tenido la oportunidad de comprobarlas de cerca. Y allí estaba ella, a la servidumbre del más conspicuo de los reyes.
El mayordomo la había llevado aparte de las otras nueve seleccionadas y dejado con la sola palabra de 'Enhorabuena' frente a una puerta con tres metros de altura que no estaba cerrada con llave. Dentro, al menos una docena de señoras con delantales y telas en la cabeza, trabajaban como hormigas incanzables para la preparación de Sophie.
-Ven querida- alentó una de las señoras, de cara regordeta y amplia sonrisa mientras señalaba una gran bañera de porcelana.
-Tendré que...- se miró la chica sus ropas y sin perder más tiempo, la señora la tomó de la mano y acercó a la bañera.
-Al rey Jenkins no le gusta esperar- confesó mientras la desvestía- se pone muy inquieto y no queremos incomodarlo ¿verdad?-
-Yo...no, claro que no-
-Ven, el agua fue preparada con pétalos de rosas y leche de burra-
Lo siguiente a la acción, fue un tratamiento completo a su piel con aceite de jojoba traído de un desierto al otro lado del continente, fragancias exquisitas para su melena marrón e innumerables masajes en sus extremidades.
El ritual de preparación tardó aproximadamente dos horas a lo que siguió un manjar digno de la realeza.
Sophie no entendía tantos honorarios a una simple sirvienta pero el hecho de ser la escogida para tratar directamente con el majestuso Jenkins supondría que estos estaban justificados. Así que llegado el momentos de aceptar sus tareas, se propuso hacerlo con todo el esmero que merecía.
Para su sorpresa, la única encomienda era ir hasta mismísimo cuarto del rey y nada más.
Cada segundo que se acercaba al santuario crecía su desconcierto, y también su temor. Tocó la puerta muy suave, con la esperanza que el viento se llevara el sonido; pero ¿qué escapaba del oído de un ser cómo Howell?
-Pasa Sophie-
Ordenó desde dentro y ella no lo hizo esperar. Su objetivo era claro: se inclinaría ante el soberano y acataría las órdenes. Pero al adentrarse a la habitación quedó tan petrificada que no pudo más que admirar cada esquina, cada adorno estatua dorada, cada cortina de lino tejida con bronce.