Frente a la ventana, viendo lo vacuo de la calle. Eran las seis de la tarde. No, eran las seis de la tarde y treinta minutos. O tal vez era el reciente amanecer; No lo sé. En medio de este embotamiento su reflejo me llego como la luz del amanecer o del ocaso, a todas cuentas un símil de un sol debilitado pero imponente por su majestuosidad. Debido a lo ambiguo de esta imagen es mi confusión. Ha de ser por eso mi perdida en el tiempo. Si, ha de ser eso.
Su rostro era hermoso. Me cautivo con solo ser una difusa imagen, una imagen opaca y oscura, un daguerrotipo de un eclipse. Su belleza era increíble aun con lo notorio del pasar de los años. Unas líneas de expresión aquí y allá, concentradas más que todo en su frente y en las comisuras de su boca donde se dibujaba el rastro de la historia de una radiante sonrisa. Sus ojos se veían cansados, acompañados por unas tenues ojeras disimuladas por el maquillaje. Unos ojos agotados en los cuales aun existía un brillo de vida, el recuerdo de la mirada de quien tuvo algo porque vivir. Sus mejillas se presentaban con una leve reverencia a la gravedad, al tiempo, a la experiencia. Y su boca. Bajo ese color carmesí seductor, se encontraban los labios más sensuales de mi historia. Lienzo en donde se dibujaban aquellas sonrisas grabadas en su cutis, aquellas sonrisas que han dejado una nota entre paréntesis: aquí estuvo la felicidad.
Pensé una y otra vez “es una mujer hermosa.” Sus defectos solo eran la escritura a mano alzada que hace el tiempo y la vida en nuestra carne. “Joven debió tener una belleza mil veces mayor.” Ver el fantasma de sus ojos radiantes de ilusión y fe, de sueños y fantasías. Su sonrisa refulgente es de esas expresiones juveniles que te atraen, y en lugar de generar una sonrisa reflejo, te dibujan una cara de sincero zopenco. La misma cara que pondría un niño frente al asombro de la novedad, de aquello que aún no se ha aprehendido.
Su cuerpo, el que se reflejaba en el cristal, demostraba aun la existencia de aquellas curvas excitadoras. La figura-reflejo era una rapsodia de ese cuerpo de mujer de veinte años, despojado de la historia de hijos. En el cristal encontré la proyección de su cintura marcada que danzaba en plena armonía con el movimiento de sus caderas mientras jugueteaba con sus amigas en la plazoleta de la universidad; ese saltar que dejaba deslumbrar un poco de la piel blanca y tersa que se escondía detrás de esa coqueta falda holgada. La recuerdo. O me imagino recordarla. O tal vez solo recuerdo imaginarla. Ese instante de cristal, el de su reflejo, es un momento en el cual la irrealidad se mezcla con lo real y tú tienes la posibilidad de ser tú mismo, y a la vez, la persona que tuvo el privilegio de rosar sus labios. Esos labios color carmesí, carnosos y con una curva que competía fieramente con el de su silueta. La recuerdo. La imagino.
Aquella ocasión en que la conocí, el crepúsculo caía pero curiosamente en la oscuridad su belleza generaba un aura que hacia a un lado a las tinieblas. Tomaba un aspecto divino, de deidad. Pude cruzar palabras con ella y sé que mi voz la cautivo porque me dedico una sonrisa que jamás le dedicaría a nadie, y que actualmente, en el reflejo de la ventana, había perdido su ser.
Jugar, ser tiernos. El tiempo se dilataba en el momento en que después de una gran jornada de estudio en nuestra alma mater, podíamos vernos para tomar un café. Mirarnos entre el leve vapor de la infusión y dirigirnos sonrisitas picaronas camufladas tras una taza de cerámica, plástico o papel. No importaba la pantalla entre nuestros labios; ambos sabíamos que esa línea de felicidad, de dicha extrema, la que se descontinuaba tras el vapor y la taza, era nuestra. Tan nuestra que llego el momento de darles continuidad, de llevarlas a la fusión. Si lo desean, podríamos decir que era destino que nuestros labios se encontrasen. Que juguetearan tal como lo hacíamos nosotros en los últimos meses, que se apretaran entre si como lo hacían nuestros pechos. Como negarme a eso.
Estábamos en la biblioteca. Ahora recuerdo el porqué de sus ojos cansados. Ahora lo recuerdo o tal vez solo recuerdo imaginarlo. ¿O imagino recordarlo? Estoy confundido, pero no importa. Estando esa tarde en la biblioteca, ella en un libro de Edgar Allan Poe y yo, en la lucha de poder leer atentamente a Borges, de hacer el esfuerzo de comprender sus tramas y simbolismos, intentando conseguir comprender el cuadro escrito entre marcos de papel de este artista hijo de Buenos aires. Pero, ¿cómo era posible tal tarea? Cuando frente a mi estaba esa sonrisa, aquella que ella le dedicaba a la imprenta de Poe. Una sonrisa de asombro, de admiración. Una sonrisa muy distinta a la que me perteneció luego, a la de ese crepúsculo inundado por su luz.
– No puedes leer – dijo ella sorprendiéndome absorto en sus labios.
No pude llevarle la contraria aunque me lo propuse. Pensé responderle; “No. solo pienso en la biblioteca de este viejo ciego”. Pero nada brotó de entre mis labios. Solo pude dedicarle mi sonrisa con su nombre y su marca, y un leve balanceo de mi cabeza de izquierda a derecha, con esa cara de mentecato que solo sabía engendrarme ella. Estaba totalmente ido, totalmente abarcado por su presencia.