Anira corre por el bosque completamente asustada, aterrada, no puede detenerse a pesar de los tropiezos, y golpes que recibe en el camino.
Su cansado cuerpo le pide agritos que pare. Que pare, por favor. Ya no pueden más sus pies y sus pulmones, pero se niega hacerlo cuando sabe que la están persiguiendo.
Cae escuchando los gruñidos salvajes de los perros que la siguen, flechas que silban en el aire pasan a centímetros de su rostro tocando su cabello plateado.
Los cazadores están cerca. Puede oír sus pasos y gritos.
—¡¡Atrápenla!!—Anira escucha decir—¡¡Que no se escape!!
Trata de ponerse en pie, pero falla. Siente el corazón palpitando fuertemente en su garganta con ganas de salir de su boca.
Y un grito desgarrador la acompaña.
Un lobo aprieta fuertemente sus colmillos contra su tobillo enterrándose en su carne hasta hacerla sangrar.
Le duele, le está doliendo demasiado.
Mira el animal que la observa desde atrás con rabia evidente en sus ojos, sin deseos de soltar su pie descalzo. No tiene opción cuando frunce el ceño mirando fijamente al animal mientras una sola palabra resuena en su cabeza; dolor.
El perro chilla. Se aparta sacando sus fauces de su carne magullada. Sacudiendo su cabeza intenta huir, pero el dolor que siente no lo deja avanzar mucho haciéndolo caer al suelo chillando aún más fuerte sus huesos rompiéndose a pedazos en su interior.
¡Vasta! ¡Es suficiente!
Suspira con agotamiento y se repite una y otra vez que debe levantarse cuanto antes. Debe escapar. El dolor en su tobillo no tarda en desaparecer, por lo que empieza a correr otra vez.
Uno de los siete hombres que la persiguen da una señal para que se dividan, extendiéndose en el terreno colinoso repleto de piedras y árboles caídos. El suelo está húmedo haciendo que el lodo se hunda bajo los pies al correr, dejando visibles rastros.
Anira se detiene bruscamente al borde de un acantilado demasiado alto. Tratando de controlar su respiración mira a todos lados para buscar una salida, y cuando está por volver por donde había llegado fue rodeada por aquellos hombres y los perros rápidamente.
—Es mejor que te rindas.
La joven mujer mira fijamente al hombre que le dirige la palabra; alto, greñudo con trenzas en el cabello y barba. Lleva una túnica en su espalda en color azul, en su pecho el escudo de un lobo y brazaletes de plata en sus muñecas. Todos visten igual, pero él resulta entre todos ellos.
Ese ha de ser el líder.
Amadeo.
Deseoso por llevar el trofeo a su reina, visiblemente eufórico al delatarlo su sonrisa salvaje cruzándole la cara.
Cuando intenta uno de sus hombres acercarse no le da tiempo hacer advertido por la feroz ráfaga de viento que lo expulsaba hacia atrás chocando de lleno con un árbol que lo deja inconsciente al instante.
El hombre da una señal para que no avancen más.
Es más que evidente que la mujer tiene que ver. Su visible concentración al observarlos la delata. Las rocas y el viento que flotan a su alrededor llama mucho la atención y está lista para atacar.
Definitivamente habían dado en el blanco.
—¿Sabes la satisfacción que sentirá mi reina al verte llegar a palacio?
Anira no le dice nada, sabe que no tiene importancia, sólo piensa en poder escapar de ahí y empezar su vida en otro lugar. Sin molestias. Sin dolor sabiendo que le arrebataron lo que más amaba.
Las lágrimas caen por su rostro cubierto de barro ante los recuerdo de su hermana muerta en el suelo de su casa con sus túnicas desgarradas y su cuerpo desprolijo.
Estaba muerta, había llegado muy tarde para poder ayudarla, y esos hombres, esos hombres que ahora están frente a ella reían en aquel momento sobre su cuerpo.
La brisa empezó a mover las copas de los árboles con mucha más violencia haciendo que algunas de las ramas se rompieran.
El dolor ya invadió su cuerpo y la ausencia de claridad la cegó por completo. El enojo, la ira y el dolor recorren su ser tan fuertemente olvidándose por completo de las personas frente a ella.
Ya es tarde, demasiado tarde para reaccionar, para hacer un movimiento contra el fuerte golpe en su cara que la hace caer al suelo aquietándola al instante. El dolor, los gritos de su pasado desaparecieron de su mente y sólo queda un pitido agudo reclamando sus oídos al instante. Intentó levantarse, hacerles frente, pero otro fuerte golpe la dejo inconsciente de inmediato.
Eso era todo para ella, pero para los hombres que la miraban desde arriba su victoria.
—Preparen el carruaje —ordenó Amadeo con una amplia sonrisa—Nuestra reina estará agradecida con esto.