Me sentía extraño en aquel lugar y no solo por las miradas de reojo que me dirigía la gente, sino porque Rowena me había advertido sobre no llevar la armadura ni la capa de la Guardia. Durante el último año me había acostumbrado a llevarla casi hasta para ir a dormir.
También me habían obligado a llevar las ropas que ellos me habían dado, como si la idea de verme con los pantalones y el jubón que había traído fuera algo impensable. No creía que fueran tan horribles como para provocar tanto rechazo, pero Leni, el chico que me habían asignado para ayudarme durante el tiempo que estuviera allí había insistido, y yo no estaba en disposición de negarme a hacer nada. Así que ahora estaba vestido con pantalones de lana blanca y una túnica que me cubría hasta las rodillas, blanca y con dos barras hechas de hilo de oro que cruzaban la prenda desde el cuello hasta el borde. Las prendas eran mucho más sueltas que lo que acostumbraba a llevar y tampoco me parecían muy prácticas. Luchar con ellas sería un problema, pensé, considerando todas las posibilidades.
Tener que dejar la coraza y la capa en la habitación que me habían asignado me hacía sentir desprotegido, casi desnudo; no me gustaba sentirme tan vulnerable, y menos sin saber si estaba rodeado de amigos o de enemigos. Quería creer que no me harían ningún daño, que no se arriesgarían, pero no era idiota: el mundo estaba revuelto y cualquiera —en ambas partes—, podía pensar que matarme a mí sería una buena idea. Tener sangre élfica y sangre humana no me ponía en buena posición en ninguno de los dos bandos.
Me habían alojado en una habitación grande, de paredes hechas de piedra blanca, suave y fría al tacto. Alfombras y tapices de tonos azules y crema decoraban el suelo y las paredes, mitigando un poco la frialdad de la alcoba, aunque yo todavía notaba escalofríos que recorrían mi cuerpo al mirar las blancas paredes.
Contaba con poco: una cama grande, de sábanas blancas, con un edredón azul y varias mantas para ahuyentar el frío de la noche. A ambos lados había unas mesas de noche, con candelabros de plata y velas nuevas que emitían un dulce olor a canela cuando se quemaban. También había una mesa un poco más grande, con dos sillas a su alrededor
Solo había una ventana, pero era bastante grande, de marco blanco y cubriendo casi toda una pared; tenía un poyete lleno de mullidos cojines donde poder sentarse y contemplar el exterior.
Desde la ventana se podía ver el paisaje nevado que había a los pies de aquel castillo en miniatura. No había tenido muchas oportunidades de ver la nieve en mi vida, así que me encontraba fascinado ante esa increíble vista. Lo único que quería era bajar y poder hundir las manos en aquella masa blanca. Los días de viaje hasta la Academia apenas había podido tocar la nieve durante unos segundos, siempre cuando Rowena no miraba. No quería que me considerara un niño.
Me habían dejado una palangana con agua y unos paños, aunque yo prefería la bañera que había en el gran baño y en la que me podía hundir hasta la cabeza, relajándome. Esa misma mañana la había podido probar antes de vestirme y me había quedado encantado. Leni me había ayudado a vestirme después.
Leni no parecía ser mayor que yo. Tenía el pelo corto de color negro, la piel pálida y los ojos grises en un rostro un poco infantil. Las orejas puntiagudas estaban decoradas con pendientes de plata y diamantes que brillaban cuando se movía por mi habitación sumido en un silencio que era hasta molesto. Había intentado hablar con él, pero Leni respondía siempre con monosílabos. No sabía si era porque no le gustaba hablar o simplemente que yo no le caía bien.
Cuando Leni se marchó, sin mediar palabra, me quedé totalmente solo, sin más ruido que el que se podía escuchar a través de la puerta y mi propia respiración. No me gustaba. Era un silencio asfixiante y tenso que hacía que me picara la piel de la inquietud.
Sin poder hacer nada, estaba tan solo sentado en la cama, con las piernas cruzadas y esperando a que alguien viniera a por mí. Descalzo, con el cabello algo desordenado y empeñándose en rizarse, tenía un aspecto de niño pequeño y travieso que no puede moverse a riesgo de una regañina. No sabía cuánto tiempo llevaba esperando, pero estaba empezando a aburrirme. Me cepillé el pelo para pasar el tiempo, deshaciendo los rizos con cuidado; cuando terminé, tenía el cabello perfectamente liso, cayendo hasta algo más allá de mis hombros en una cascada dorada. Y volví a no saber qué hacer.
En la habitación solo había lo necesario para mostrar amabilidad, pero sin excesos. No había espejos, ni una mesa, ni una estantería con libros con los que entretenerme. Pensé que, si todos los días iban a ser así, terminaría tirándome por la ventana de puro aburrimiento.
Me levanté y empecé a pasearme de un lado a otro de la habitación, jugando con mis manos, haciendo extraños pasos de baile con los pies y los brazos; me inventé una nueva melodía a base de tararear notas desafinas y palabrotas cuando me golpeaba con los muebles que juzgué que sería el nuevo éxito entre los elfos.
Cuando decidí que mis pies ya habían sufrido una tortura suficiente a base de golpes, pasé a mirar los tapices que colgaban de las paredes. Estaban muy bien hechos, tejidos con esmero en colores azules, crema y plata. En uno habían representado una torre estrecha, que creí que sería la Academia, tal vez en sus inicios; en otro había una genealogía muy extensa de una familia élfica (y que no sabía por qué estaba allí), pero yo apenas me quedé por los primeros nombres, aburrido de tantas palabras impronunciables para mi torpe lengua.
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Editado: 10.11.2023