El mundo parecía arder desde allí, como si se hubiera desatado el infierno en la tierra mientras que yo lo único que hacía era mirar por la ventana, contemplar con rostro inexpresivo como la gente que conocía se mataba entre ella sin piedad.
Desde aquella habitación únicamente iluminada por unas velas, el mundo se desvanecía y solo podía pensar en que una parte de esa batalla era culpa mía. Si hubiera estado allí para salvar a Vael, los elfos no se habrían lanzado en busca de venganza y la guerra hubiera terminado con un pacto y unos acuerdos.
Un ronquido hizo que despegara la mirada de la ventana y mirara al viejo rey Reshad. Lyrina lo había cuadrado todo para que me encontrara aquella noche con él, y después de que lo matara le echarían la culpa a algún elfo que capturaran y todo terminaría. Yo podría largarme de allí y buscar a Tallad, podríamos sanar juntos y llorar nuestras penas. Seríamos felices, me repetía una y otra vez. Solo de esa forma conseguía acallar la maldita voz que se hacía cada vez más fuerte y que me gritaba ya que aquello no estaba bien. Pero no había otra: si quería sobrevivir esa era la única posibilidad.
Después de ver que el rey seguía durmiendo, volví a contemplar la ventana. Bolas de fuego se estrellaban contra las altas casas y torres, que se incendiaban como antorchas, sumándose al infierno que se había desatado en las calles ensangrentadas de Pherea, que se había convertido en una ciudad de sangre, muertos y cenizas.
La batalla había comenzado como un simple ataque a la muralla de Pherea que había sido repelida por los ejércitos de los señores que desde hacía días se habían colocado rodeando la ciudad, pues el batallón élfico se acercaba a toda prisa y con furia, comandados por gente que yo conocía: Ardal, Kur Lanha, Loram Celebri y esa parte del Consejo de Elexa que se había marchado cuando yo había estado en su sala. Desde allí no podía verlos, pero sabía que estaban allí, peleando como furias. Eran hechiceros poderosos, no perecerían con facilidad, me dije cuando vi como un elfo se había conseguido colar y acercarse a la muralla que separaba el castillo del resto de la ciudad… tan solo para terminar asaetado por media docena de flechas.
Pero Ardal deseaba morir y yo lo sabía. Había sido el viudo de Vael el que había logrado que todos se unieran, que le siguieran aun cuando eran menos en número. Todos estaban agotados de que los cazaran, de que los trataran como seres inferiores, de las torturas, de las muertes, de los saqueos. Los elfos habían vivido muchos años en silencio, pero todos tenían un límite y ellos habían llegado al suyo.
A pesar de que compartiera su causa, también sabía que no iban a ganar. Por mucho que me fastidiara, era hijo de mi padre y eso me hacía analizar las batallas con ojo crítico. Con unos solo vistazos supe como terminaría. Cuando vi a los elfos sin armadura, protegidos únicamente con cuero y pieles cuando los soldados de los nobles llevaban pesadas armaduras; cuando vi que muchos no eran mayores que yo, que muchos no habían cogido un arma en su vida y se defendían como podían con hechizos débiles. Sí, compartía la causa, pero no cómo lo habían hecho. ¡Habían llevado a los más jóvenes a luchar!
No me extrañó, en realidad. Como había hablado con Jamis Dirsar, sabía que los elfos que ya tenían cierta edad, los que tendrían que haber estado luchando esa noche, ya habían pagado el precio de luchar y defenderse y no deseaban volver a sufrirlo. Mi propio bisabuelo me había contado como había perdido su hogar cuando los humanos habían empezado a conquistar la Vyarith élfica, como habían llegado a Belra portando sangre y destrucción, como habían matado a sus dos hijos y a su esposa mientras él intentaba salvar al resto. El lago Endris se había teñido de sangre élfica entonces, igual que esa noche se teñirían las calles de Pherea. Daba igual cuantas veces los elfos se rebelaran y se defendieran porque cada vez había menos y no podían contra el egoísmo y la avaricia humana.
Me costaba seguir mirando, a cada minuto que pasaba me era más difícil seguir viendo cómo se mataban entre ellos, como mis dos familias se aniquilaban, destrozándose entre ellos mientras que lo único que quería hacer yo era bajar allí y ponerme a gritar que se detuvieran. Aquello no estaba bien.
Sí, empatizaba con la causa de Ardal, pero allí abajo estaba mi padre y, a pesar de todo lo que me había hecho, en esos momentos solo podía pensar en la imagen que tenía de él cuando era pequeño, antes de que mi madre muriera. Recordaba que yo me lanzaba a por él cada vez que volvía de hacer algún viaje, como él me cogía y me alzaba en volandas. Recordaba haberlo amado, haber sentido que no había nadie más grande que mi padre, querer ser cómo él. ¿Leovel Talth era un monstruo? Tal vez, no lo sabía en realidad, pero no podía desligarla de su nombre la imagen de él comportándose como un padre, al igual que tampoco separarlo de la palabra «abominación», cómo me había llamado.
Aunque en un principio no iba a hacer lo que me había pedido, un pequeño resquicio de esa antigua necesidad de agradarle y de que me viera con buenos ojos se adueñó de mí, me hizo sacar la espada de la vaina y acercarme a la cama donde descansaba Reshad, con el cabello desgreñado y sucio, el olor de la enfermedad desprendiéndose de su cuerpo en oleadas nauseabundas. ¿Por qué no cogí una almohada y lo ahogué? Creo que porque quería que mi padre viera que sí que era capaz de matar sin piedad, que tal vez me parecía un poco a él, tal vez lo suficiente como para que pudiera volver a llamarme hijo y se sintiera orgulloso de tenerme a su lado. Una utopía que me había montado en cuestión de segundos y que no tenía ningún sentido, pero que llevé hasta el final en el momento en el que hundí la maldita espada en el pecho rechoncho de Reshad, que ni siquiera se movió. Soltó un débil gemido y se quedó inmóvil, su pecho se quedó paralizado en una última inspiración antes de que caer junto a su último aliento.
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Editado: 10.11.2023