Ingresé a la universidad. Está de más decir que mis padres eran los más felices con la noticia, a mí solo me quedaba resignarme.
El tan ansiado primer día de clases llegó y con él una sorpresa que no esperaba encontrar. La pequeña manzanita era mi compañera de clases. Ni bien ingresé al salón, empecé a escudriñar los rostros de los demás para ver si encontraba algún conocido de la academia, pero nada. Tomé asiento y sin querer empecé a charlar con un grupo de chicas y chicos. Estar ahí no parecía tan malo. Fue entonces que, en medio de un chiste, levanté la mirada y me topé con los tiernos cachetitos que sin querer se habían grabado en mi memoria. Y por segunda vez, ella me miró como si fuera un perro que no merece ni siquiera lastima. Pues bien, en ese caso le devolví la mirada.
Había algo, una especie de tensión entre los dos que no entendía. No estaba dispuesto a averiguar la razón.