Desde la noche en que subí al tercer piso el señor Francisco dejó de buscarme, solo me observaba de lejos; hasta aquel terrible día.
Ya habían pasado varios días, Cesar me prestó un libro de un autor de mi país llamado Cien años de soledad. Me dijo que era un buen libro para aquellos que nos sentíamos solos, comencé a leerlo todas las mañanas en el jardín, me sentaba al lado de los perros y les comentaba los pasajes que más me gustaban, o los que me hacían reír, y no sé si era que a ellos les gustaba mi sonrisa o también los pasajes que yo les leían, porque cada vez que se los relataba y reía ellos voleaban su colita e intentaban lamer mi mano.
- Es increíble que estos chandosos te hayan tomado cariño. Me dijo Selene, pero no le contesté; en ese momento estaba llegando el señor Francisco y ella se dirigió hacia él, entonces me acerqué, él se estaba bajando del carro, y fue cuando me surgió una idea para tratar de vengarme un poco ¡¡ay Dios mío!! Como me arrepiento de lo que hice en ese momento.
Les hablé a los perros y se los eché; solo quería asustarlo un poco. Ellos, como me obedecieron, salieron corriendo, y cuando el señor Francisco vio que los perros se dirigían hacia él, retrocedió chocando con el carro y cayendo al suelo; los perro no le hicieron daño porque tenían el bozal, solo le rasgaron la ropa con las patas. Un guardia los tomó de la cadena para que el señor se pudiera levantar; al ver lo que sucedió, y el rostro de susto del señor Francisco me sonreí. Él volteó a mirarme y me dijo algo que en mi vocabulario no está esa palabra, y después agregó: - ¿Te vas a reír mucho? - llévenla a mi habitación; le ordenó a los guardias.
Mi venganza terminó allí; cuando él dijo eso corrí por el jardín, pero de nada valió, un guardia me sujetó de ambos brazos y me llevó a la habitación del señor. De nuevo estaba allí y tenía algo de temor; minutos después el señor Francisco entró con dos pares de esposas en la mano, mi corazón se aceleró al verlo; entraron dos guardias que me sujetaron de ambas manos, entonces comencé a gritar y a pelear, me acostaron en el piso cerca de la cama, el señor Francisco puso una esposas en mi mano y la otra en la baranda de la cama mientras los guardias me sujetaban, y así quedaron mis manos atadas a la cama; los guardias salieron de la habitación y el señor Francisco tomó unas tijeras y partió por la mitad la pijama y mi ropa interior; yo trataba de soltarme pero era imposible, quedé desnuda mientras él observaba mi cuerpo.
Me sentí tan mal, como una prostituta; cómo había caído tan bajo, mis lágrimas comenzaron a bañar mi rostro, a un puedo recordar las frías tijeras que tocaban mi cuerpo al desnudo.
- Como lo creí, tienes un hermoso cuerpo. Dijo
- Por favor suélteme, lo que sucedió no volverá a suceder. Le dije llorando.
No sé cuántas veces le dije esa frase en medio de mi temor y desesperación, pero él ni siquiera se inmutaba.
- Esto no es por lo que sucedió con los perros, sino porque te enseñará que eres mía, y cuando yo quiera puedo hacer contigo lo que quiera.
Yo esperaba lo peor, pero él se sirvió una copa y se sentó en el suelo diagonal a donde yo estaba, después de unos minutos se incorporó y se sirvió otra copa, mis manos comenzaron a dolerme por tratar de soltarme. Él sabía muy bien como herir mis sentimientos, como humillarme, era como si tratará de hacerme pagar algo, pero a la vez no era capaz de castigarme como él quería; al principio creí que era por lo que sucedió con los perros, pero después entendí que no era así, que había algo más. Solo esperaba que él me hiciera algo, pero solo me observaba y yo ya no lo soportaba más. Su mirada era dolorosa y agresiva, era como si me hubieran tirado un ramo de rosas con tantas espinas que se incrustaron en lo más profundo de mi alma con tanto dolor como la mordida de una víbora.
Después de varias horas mis manos comenzaron a sangrar, él seguía sentado en el suelo, ya no tenía más lagrimas que derramar, pero en mi alma había una herida abierta, esa humillación no la superé tan fácil. Después de cierto tiempo él se levantó, tomó las llaves de las esposas y me soltó, puso sobre mí una manta y luego me tomó en sus brazos, y me llevó a la cama; creí que hasta ahí llegaba, ya no tenía como más luchar, sentí el ardor de mis manos y un dolor fuerte en mi alma; me acostó en su cama y buscó en el baño un botiquín, él mismo me curó las heridas de las manos, pero las heridas que él me causó sentimentalmente le costarían mucho remediarlas. Entró a ducharse, yo me quedé en su cama, después de unos minutos salió, se vistió y mandó traer la cena.
- Es mejor que comas. Me dijo sentado en el borde de la cama.
Me volví envuelta en la manta, dándole la espalda con el alma rota. En ese momento él salió, tampoco cenó, y yo quedé allí, como suspendida entre el dolor y la realidad, sin saber qué hacer ni cómo reaccionar; después de una hora el señor Francisco volvió a entrar en la habitación con unas bolsas de compras, las puso encima de la cama y volvió a salir; pasé toda la tarde allí a costada sin decir nada, sin hablar, solo mirando el cielo azul tranquilo que se observaba por el ventanal, y la ciudad a lo lejos. Cuando comenzó anochecer me envolví en la manta y fui a mi habitación, me arrodillé sin decir nada, sabía que Jesucristo miraba mi herida, pero no sabía cómo expresarle el dolor que sentía, entonces pegué un grito y sentí que todo el dolor que tenía acumulado en mi alma salía; me quedé dormida en el suelo.