El vuelo comenzó a las 5:00 pm y duró 12 horas. A las 10:00 am ya estábamos en Medellín, la capital de mi departamento; cuando bajé del avión, se bajó una mujer diferente, golpeada sí, pero aún no estaba vencida; el cambio lo sentí profundo y desesperante. Tenía una peluca para que nadie tuviera la mínima idea de quien era yo; me sentía feliz porque ya estaba en mi país, pero a la vez triste porque diplomáticamente ya no era mi país, aunque siempre lo llevaré en mis recuerdos y en mi sangre. Para mí, el ser colombiana es un orgullo, tal vez no seamos el mejor país, pero es mío, es mi tierra donde nací, me crié y donde esperó morir alguna vez, al menos legítimamente.
Nos alojamos en un hotel no muy lujoso para no llamar la atención, pero muy cómodo.
- En unas horas viajaré a mi pueblo, tú te quedarás aquí, te dejaré dinero para que compres lo que tú quieras; no voy a demorarme mucho, solo un par de días nada más. Le dije a María
- Bien, pero tenga cuidado con lo que hace.
Subí al metro, miraba las personas moverse a mi alrededor, todos colombianos, con las camisetas del equipo deportivo, riendo, jugando, charlando; las típicas características que nos identifican a los colombianos y que ningún otro país posee; su colores vivos, su comida, su biodiversidad, su forma de hablar y de tratar a los demás; no sé ¿por qué algunos colombianos desean vivir en otro país cuando el nuestro posee tanta riqueza? Tal vez no material, pero si natural y sentimental, con gente amable y carismática que vale más que el oro.
Bajé cerca de la terminal y comencé a caminar por las calles sintiendo el clima de eterna primavera y envidiando a mis compatriotas, porque dentro de poco ya no volvería a estar en aquellos lugares de mi país. Cuando llegué a la terminal compré el boleto, la salida era para el medio día, así que volví al hotel y almorcé con María, después nos despedimos, tomé mi maleta y fui a la terminal de autobuses. Durante el viaje solo veía tras la ventanilla, mirando el paisaje y las personas que vivían a orillas de la carretera; había pasado muchas veces por aquellos lugares y jamás había apreciado tanta belleza; jamás había apreciado tanto a mi país como esta vez, ahora entiendo un viejo proverbio que dice “nadie sabe lo que tiene hasta que lo ve perdido”
Cuando llegamos a mi pueblo, el autautobús se detuvo en la plazoleta y no pude contener las ganas de llorar al ver cómo la gente que conocía y que me conocían no se daban cuenta de quién era yo; me hospedé en uno de los hoteles, me cambié, y me puse un abrigo negro de rayas rojas, con unas gafas negras para que nadie pudiera reconocerme; me apresuré para ir a visitar la tumba de mis padres antes de que cerraran el cementerio.
Cuando llegué, a un seguía abierto, les llevé un ramo de flores para poner en sus tumbas, pero lo peor fue ver que frente a mí estaban las tumbas de mis padres y junto a ellas una tumba que decía mi nombre, pero que yo no estaba en ella, siempre quise que cuando muriera me enterraran junto a la tumba de mis padres, pero jamás me imaginé que me tocaría ver mi propia tumba cerca de la de ellos; comencé a llorar en voz alta, tratando de desahogarme, al verme allí me sentí más sola que nunca; cuando me habían secuestrado tenía la esperanza de volver a mi país, de volver a ser yo misma, de hacer las cosas que siempre hacia, de terminar lo que había dejado y de empezar lo que había tenido planeado, ya había vuelto, pero ya no era yo, ya no tenía nada allí, nada; recuerdo que mi padre antes de morir me dijo: “Ana, mi niña, nunca estarás sola, aquí siempre encontrarás quien te acompañe” pero se equivocó porque estoy tan sola y lo peor es que nadie puede acompañarme.
El celador se acercó para avisarme que ya iba a cerrar, salí de allí y fui a la casa que antes era mía, la casa de mis padres; allí estaba viviendo una pareja con dos niños, cuando la vi seguí llorando, pero con mucho más dolor. La había perdido, lo único que me habían dejado mis padres lo dejé perder, sentí ira conmigo misma. Junto a la casa había un gran árbol y un columpio ya muy viejo, entonces recordé cuando mi madre me sentaba en sus piernas mientras mi padre nos empujaba, éramos tan felices. Recorrí las calles que había recorrido por tantos años de la mano de mis padres; donde nací, donde aprendí a caminar, donde reí y también lloré. Vi mi vieja escuela y recordé el primer día de clases cuando mi padre me dejó allí en la puerta, y me dijo: “mi pequeña no tengas miedo, que lo nuevo es solo un cambio, y cuando tú quieras puedes volver hacer lo que eras”; luego fui a la que antes era mi iglesia, estaba vacía, pero la puerta estaba entre abierta, así que entré y fui directo a la pila bautismal donde me entregué a mi Cristo sin reservas, fue el mejor día de toda mi vida, recuerdo que cuando salí del agua comencé a adorar a mi Dios y mis padres me esperaban con los brazos abiertos, después vi el lugar donde recibí por primera vez el Espíritu Santo, vi las sillas donde siempre nos sentábamos los tres en familia, y luego miré hacia el altar y ya no pude más, me postré frente a Él, con la esperanza de que mi Jesucristo me viera y tuviera misericordia de mí, y me ayudara a pasar esta copa amarga, comencé a llorar tan desconsoladamente y le preguntaba una y otras vez en medio de mi llanto - ¿quién soy ahora, qué es lo que seré? Porque no lo sé; y no sé si fue el dolor que sentía en ese momento o estaba hablando con mi Cristo, pero lo que sí sé, es que escuché muy bien lo que me dijo: “solo se mi hija y nada más”. Cuando escuché esas palabras entonces fue ahí donde me sentí mejor, ya no pensaba en lo que me habían quitado sino en lo que mi Cristo me pedía que fuera. Fue allí donde todo comenzó a tener un giro diferente, donde ya sabía que era lo que tenía que ser y a donde dirigirme.