Una vieja bicicleta
Habían pasado dos semanas desde que Oxford se convirtió en la nueva ciudad para Tomas. Las calles respiraban el aire fresco y lo convertían en un cálido vapor casi visible ante los ojos de cualquiera, los universitarios empezaban a disfrutar sus días libres y preparaban las anheladas vacaciones bajo los desafiantes rayos del sol. Los zapatos deportivos fueron reemplazados por las sandalias y las camisetas sin mangas reanudaban su protagonismo. Tomas había intentado distraerse yendo al río en un par de ocasiones, pero el cúmulo de gente lo decepcionó un poco y terminó volviendo a la universidad a embarcarse en labores que él mismo inventaba, con tal de no pensar tanto en el vaporoso calor.
Los desayunos gratis en el comedor habían empezado a acostumbrar su paladar a lo realmente exquisito; estaba el pan de vainilla que podía sumergir en un latte espumoso, el coctel de frutas que podía repetir cuantas veces quisiera, los waffles acompañados de jalea, y lo mejor de toda Europa, el delicioso y extasiante jugo de naranja.
Los recuerdos de la costa Brighton se pronunciaban de vez en cuando. En ocasiones invertía una o dos horas en videollamadas con Rony mientras el inglés le mostraba que todo, en efecto, continuaba igual; los vegetales crecían, la lista de clientes no había disminuido, y tenía un nuevo acompañante, un labrador negro de dos años que adoptó y que se había mudado con él al huerto y al cuartucho de madera que hacía de vivienda.
Rony ofreció su esfuerzo no solo para cuidar el negocio de su amigo, sino también en remodelar el viejo cuarto, instaló una pequeña cocina y mudó el baño a la parte de afuera, lo que permitía que el espacio no solo luciera, sino también fuera más grande. Tomas estaba agradecido y le prometió encontrar un largo fin de semana para viajar y agradecerle en persona todo su esfuerzo.
La costa de Brighton había sido su hogar por varios meses y extrañaba el polvoso olor a arena. Oxford era distinto; el asfalto que desaparecía en las calles adoquinadas, el río que no era precisamente interminable como el mar y el atardecer dorado que no era tan hermoso como el atardecer ámbar de aquella costa. Tomas comenzaba a imaginar su regreso, pero mientras aquella posible fecha llegaba le bastaba con reunir imágenes del pasado para armar un nuevo presente, lejos de aquel lugar que alguna vez llamó su hogar.
Sobre la cama de su habitación, Tomas esperaba el anochecer, tenía deseos de caminar cuando el cielo por fin estuviera oscuro, y aunque aquella espera en verano resultaba un poco larga, decidió pasar el tiempo realizando una de sus tareas favoritas: alejarse de la realidad con ayuda de los audífonos y la música que arrastraba océanos de recuerdos. Como el último otoño que había pasado en la costa, justo cuando conoció a Rony y empezaba sus estudios en la universidad.
En aquella ocasión, Rony conducía el camión de sus padres mientras mordía un cigarrillo con aire despreocupado, lo que lo hizo casi atropellar a Tomas, quien caminaba leyendo sus libros en dirección a su pequeño huerto. Y aunque Tomas pasó de casi perder el alma a estar increíblemente molesto, aquel peculiar incidente hizo que su amistad naciera precisamente en ese momento.
Después de un tiempo, Tomas había insistido en tomarse como tarea hacer que Rony dejara el cigarrillo, y con la testarudez con que lo hizo, lo logró para inicios del verano.
También recordó la vez en la que Rony incendió el cobertizo de su casa cuando se deshizo de uno de los últimos cigarrillos que se había llevado a la boca, la idiotez le costó medio año de salario, puesto que trabajaba en el negocio de traslado de madera de sus padres, además de un mes de idas al gimnasio acompañado por Tomas.
Rony odiaba desperdiciar sus calorías. A diferencia de Tomas, quien corría todas las mañanas por la orilla de la playa, Rony alegaba que era genéticamente delgado y que el gimnasio lo haría convertirse en un fideo con brazos, nada atractivo para las chicas de la costa que preferían a los atléticos y ejercitados como Tomas; la única desventaja era ser extranjero, un detalle un poco determinante si buscaba conseguir una relación a largo plazo, puesto que no muchos extranjeros eran conocidos por una estabilidad económica atractiva, y su caso era exactamente ese.
La noche por fin llegó. Después de navegar por los recuerdos que sí valoraba conservar, Tomas se calzó los zapatos náuticos azules, alborotó su cabello un poco y salió de su habitación hacia el centro de la ciudad. Caminó por el rocoso callejón de siempre y se dirigió a la calle Broad donde esperaba ver a una buena cantidad de personas; por sorpresa la calle estaba casi vacía y continuó caminando hasta que dejó atrás las luces y el ruido de los coches.
Los callejones con coloridas edificaciones lo abrazaban y recibían entre sus muros, por fin pudo contemplar el cielo estrellado y la luna de verano que revelaba su egocéntrica personalidad. Tomas continuó caminando entre los callejones sin perder de vista su constelación favorita y renunció a las fotografías puesto que había olvidado su teléfono en la mesita de noche, sintió el impulso de volver, pero aprovechó aquello como una excusa para regresar en otra ocasión, al fin de cuentas el verano no iba ni por la mitad y las estrellas estarían allí un rato más.