Los enterrados podían estudiar hasta octavo curso en la ciudad subterránea y si querían seguir estudiando, porque los controladores vieran que tenían buenas aptitudes para ello y les recomendaran, podían ofrecerse voluntarios para salir al exterior y seguir haciéndolo allí.
Cada día, acudían a una de las tres naves habilitadas en distintos tramos para estudiar. Las clases se dividían por cursos, como les contaban que había sido en su día en el exterior, mucho antes de existir aquella ciudad, después del segundo cataclismo.
Hasta el quinto curso, los alumnos acudían a clases desde las ocho hasta las dos de la tarde y desde el quinto hasta el octavo las clases duraban dos horas menos, abandonando el centro a las doce.
Los alumnos terminaban sus estudios obligatorios con trece o catorce años e, inmediatamente, se integraban en alguno de los sectores de trabajo o se ofrecían voluntarios como soldados o para servir en el exterior. Sólo aquellos a los que recomendaran los controladores, debido a sus buenas calificaciones, podían seguir estudiando en el exterior si así lo deseaban.
Ana ya tenía claro que ella, cuando terminara, comenzaría a trabajar en el mismo invernadero de frutas en el que su madre llevaba al menos quince años trabajando.
Un día, en el último curso de la escuela, la profesora ordenó a Vélez repartir unas solicitudes y éste se negó. La profesora le amenazó con tres días de aislamiento pero Vélez se siguió negando. El aislamiento era un castigo habitual entre los Enterrados. Se trataba de encerrarlos en un pequeño habitáculo en el que carecían incluso de luz y allí los mantenían sin comida el tiempo que durara el castigo.
Entonces Ana, que estaba en esa clase también, se puso en pie y dijo que ella repartiría los papeles. No podía entender que aquel muchacho escuálido se buscara un castigo por una cosa tan tonta como repartir unos papeles. La profesora se los entregó y después impuso a Vélez una semana de aislamiento. Ana se volvió hacia la profesora frustrada.
—¡Pero si ya los estoy repartiendo yo!
—Sí, por eso le castigo a él.
—Le había dicho tres días —intentó defenderlo Ana.
—Sí, pero tu generoso ofrecimiento lo ha ampliado a una semana, para que aprenda.
Vélez abandonó el aula para dirigirse al despacho de la directora tras echarle una mirada cargada de ira y burla a Ana.
El resto de la clase, Ana se la pasó pensando en aquella mirada. Nunca antes se había fijado en Vélez. Seguramente él sí se había fijado en ella. Con trece años los chicos ya habían comenzado a cuchichear a sus espaldas y hasta había recibido alguna notita romántica, estúpida y anónima, en su pupitre. Por aquellos días, se avergonzaba de su belleza y la veía como una maldición. Silbidos, piropos bonitos, vulgares, burdos, groseros y hasta una mano indiscreta que un día por los pasillos del colegio se posó en su trasero haciéndola enrojecer y encerrarse en el baño de las chicas a llorar como una niña pequeña y humillada. Ese era el precio de su extremada sensualidad y lo arrastraría durante mucho tiempo. A menudo, deseaba ser vieja, tener la piel arrugada y marchita, los ojos cubiertos de arrugas, la boca desdentada, el cuerpo encorvado. O que un accidente fortuito deformara su rostro y la alejara de todas aquellas miradas lascivas.
Pero ella no se había fijado nunca en Vélez. Y si no se había fijado en él, tal vez era porque no participaba en aquel juego absurdo de hacerla sentir mal. Sí, tenía que ser eso. Y ahora, por su culpa, le habían impuesto una semana de aislamiento. Gracias a ella el muchacho pasaría el doble de tiempo en un habitáculo de dos metros cuadrados. Nada más. Paredes, techo y suelo. Ni un colchón, ni una manta. No sabías si era de día o de noche, pues te mantenían a oscuras. No como en la ciudad, que sabías que era de día cuando se encendía la luz y de noche cuando se apagaba, aunque esto no tuviera el más mínimo sentido allí dentro, pero ayudaba a ubicarse en el tiempo. No te daban de comer, tan sólo agua. Si necesitabas hacer tus necesidades te pasaban un cubo. Tampoco te podías lavar. Ana nunca había estado, pero lo sabía igual que lo sabían el resto de enterrados. Aquellos cubículos de aislamiento sólo existían en la tercera planta, pero los de la segunda también podían ser castigados y encerrados en los mismos.
Ana se había quedado bastante afectada por el giro que había tomado aquel asunto de los papeles y aún se preguntaba cómo se podía ser tan estúpido como para jugarse una semana de castigo por unas solicitudes para servir en el exterior, que era lo que eran aquellos papeles.
Cuando terminó la clase recogió sus libros y salió a los pasillos dispuesta a escapar a casa lo antes posible. Allí se encontraba segura, lejos de las miradas masculinas que tanto daño la hacían. Se tumbaba en su cama y leía. Pronto terminaría el curso y entonces comenzaría a trabajar con su madre en el invernadero. Dejaría atrás a aquella panda de estúpidos inmaduros que eran sus compañeros. Sólo dos meses más y sería libre, se decía.