Farah caminó desesperada a casa. Tuvo la misma sensación que experimentó en algunas pesadillas, de esas donde caminas y andas sin parar, pero el lugar parece alejarse a medida que te acercas. Ella solo quería olvidar. Al fin se sentía feliz y en paz. Comenzaba a descubrir que podía enamorar y enamorarse, que podía construir amistades si estaba dispuesta a permitirlo, a creer. Y… Duncan reaparecía en su vida.
El teléfono de Rhett sonó con una llamada entrante de Max.
—Hermano… Vi a Farah salir. Iba limpiándose las lágrimas. Tuviste algún problema con ella. ¿Qué pasó?
Una presión inundó al Espartaco, y por primera vez se preguntó a sí mismo: “¿Qué he hecho?”.
—No sé… —replicó Rhett y decía la verdad. No lo sabía—. Se fue muy alterada, luego de ver a ese tipo. Los besos que le di fueron como azúcar en agua. Se volvieron nada. Me pidió que la dejara en paz, que no la siguiera y se marchó.
—Pues tendrás que ir por ella, porque tomó un taxi, y Duncan corrió detrás, solo que no la alcanzó —advirtió Max—. El tipo tomó otro taxi también. Lo peor es que sigue con esas flores en la mano. ¡Te lo dije!
Rhett no contestó nada más y corrió tras ella.
Farah llegó apresurada a su departamento, con el aliento ahogado y una angustia a la que no hallaba qué nombre darle.
Su nana, Amalia, una dulce anciana que ahora era nana de su hijo, la saludó con cariño:
—Mi hermosa, Farah… —Tomó sus mejillas con cariño y la besó en la frente—. Qué bueno que llegas. Hoy necesito irme temprano, querida. Debo ir al odontólogo. Estaba por llamarte. ¿Tienes algún problema?
—¡Mamita! —gritó Basti y saltó a los brazos de Farah.
Ella sonrió. Sintió el corazón en un puño al ver a su pequeño, mas disimuló la preocupación que le encadenaba el cuello. Contuvo las lágrimas a punto de brotar, lo abrazó y añadió—: Ya estás muy grande para que saltes así, mi amorcito. Claro que no hay problema, nanita. Anda… Vine a quedarme con Sebastián.
—La carne de ternera para los sándwiches está lista en el horno, así como la salsa. Allí se mantienen tibios. ¡Añádeles lo que quieras! —gritó cerca de la puerta, en tanto tomaba su bolso.
—Hmm… ¡Qué rico, sándwiches de ternera! —dijo Sebastián, saboreando ya la cena, en tanto corría hacia la cocina dando saltos.
La nana se detuvo por un momento y observó a Farah.
—¿Estás bien? —indagó con preocupación.
Ella asintió con rapidez, tragó grueso y esbozó su gran sonrisa.
Amalia la conocía y sabía que algo le pasaba. No obstante, el tiempo apremiaba y debía partir, por lo que añadió:
—Ya sabes dónde encontrarme si necesitas hablar. No lo dudes, querida. Sabes que estoy para ustedes.
Farah movió sus dedos en señal de despedida. Y así, la anciana partió.
La nana Amalia se convirtió en parte de la familia con el tiempo. Farah creció a su lado. Además de su padre, la única figura que le transmitió amor fue ella, y más cuando el rechazo de su madre por su sobrepeso llegó para nunca irse.
Farah fue obligada a comer porciones minúsculas, hasta que el hambre empezó a doler. Las jornadas de ejercicios tampoco fueron menores, aun así, la niña no adelgazaba.
Un buen día, su madre la encontró comiendo los manjares que su nana preparaba a escondidas, pues en su desesperación por ver un rastro de alegría en el rostro de la pequeña, Amalia los horneaba a altas horas de la noche. Esto generó que su nana amada fuera despedida. Pero Farah no olvidaba a sus seres queridos, por lo tanto, apenas se independizó con su pequeño, recuperó a su nanita querida, y ahora cuidaba a Sebastián con el mismo amor que ella conoció.
Para tenerla cerca, Farah arrendó un pequeño departamento en su mismo condominio. Así que la nana solo debía subir un par de pisos para llegar a lo que ahora se convirtió en su hogar.
Cuando Farah la vio cerrar la puerta, sintió como si se desparramara en el suelo toda la tensión que la había mantenido en pie. Como solía, respondió valientemente, sin embargo, a veces se agotaba de ser la chica fuerte.
La puerta sonó muy rápido; alguien tocaba. Amalia acababa de salir, y Farah abrió confiada, creyendo que era ella.
—¿Se te olvid…? —Farah no culminó la pregunta al encontrar a Duncan Russell de pie en su puerta, sosteniendo aún esas flores moribundas, como si sintieran todo el malestar que pasaba a su alrededor.
De un impulso, Farah intentó cerrar de nuevo, mas Duncan retuvo la puerta.
—No puedes evadirme para siempre, Farah. Permíteme pedirte perdón. Te lo ruego.
Ella insistió en empujar sin conseguir cerrar, porque él era más fuerte.
—Por favor… —volvió a rogar.
—¡Vete! No quiero escuchar nada de lo que tienes que decir
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Editado: 09.11.2024