"ALGUNAS PUERTAS NO
DEBERÍAN ABRIRSE JAMÁS.
PORQUE UNA VEZ QUE SE
TRASPASAN, ABANDONAS
PARA SIEMPRE LA PERSONA
QUE FUISTE".
Si tuviera que empezar a escribir un nuevo diario, ¿qué les contaría?, posiblemente algo tonto e ingenuo, como por ejemplo: "Hoy tengo ganas de probar hasta donde me animo a llegar". Sí, sin dudas, les escribiría algo como eso. Después de almorzar miro el reloj y marca las cuatro de la tarde, la casa está realmente silenciosa con Jonas en el colegio, y sin mi madre, que trabaja hasta las seis. Yo también debería estar en clases, pero la profesora de geografía sigue de licencia, así que tengo algo de tiempo libre antes que Lucy venga por mí. Me perdí un año de preparatoria, y se que debo recuperar ese tiempo, pero siento que me quedé detenida en el pasado y no puedo salir de el.
De reojo miro por la ventana, y en el aire se siente la temprana primavera, quiero aprovechar el día libre, -pienso. Decidida, me quito el pijama y me cambio. Me sujeto el cabello por una coleta, y meto en la mochila las llaves, un paquete de goma de mascar, y el bíper*, quizás esta vez me anime a entrar allí. Antes de salir me fijo que las ruedas de la bici estén infladas, no quiero que me pase lo de la otra vez, que tuve que volver caminando con ella a cuestas. Cierro la casa e inhalo profundo dándome ánimos.
Es una jornada típica de mediados de agosto, pronto van a llegar los días más cálidos y no voy a poder hacer mi rutina. Siempre elijo la hora de la tarde porque toda la ciudad parece de alguna forma estar adormecida.
Tengo por lo general un recorrido fijo y estricto. A veces dejo que la improvisación me lleve, -solo unas pocas veces-, la sensación de perder el control me da miedo, y dispara los peores demonios dentro de mí. No me equivoqué al ponerme el abrigo, porque el viento que corre es fresco y hace que mis manos se enfríen y queden duras.
Andar en bicicleta es la única actividad que hago además de ir al colegio y dibujar. No tengo casi amigos, ni la vida social que tienen el resto de los jóvenes de mi edad. No soy la clásica chica que va de compras por el Centro Comercial, o que pasa la tarde tomando malteadas en "The Roxy", la cafetería más famosa y concurrida de todo Providence. Si tuviera que definirme diría que soy: "abrumadoramente solitaria". Prefiero la soledad, así me siento bien, protegida, y evito que me sigan lastimando.
Aunque confieso que he intentado interactuar con mis compañeros de clases, pero solo un par de personas me hablan, y el rechazo es general. En realidad, ya no me interesa, -o dejó de molestarme-, es un acuerdo tácito con mi grupo de clases: "yo hago de cuenta que no existen, y ellos no se meten conmigo". Sobre todo después de lo ocurrido hace dos años atrás.
Al principio notaba en sus miradas una mezcla de lástima y temor, y escuchaba los murmullos por el pasillo cuando me veían pasar. Algunos me hablaban desde una cierta distancia solo por haber perdido una apuesta.
Es extraño como suceden las cosas, yo era joven de 15 años normal, pero un día, sin darme cuenta, me había convertido en la chica rara, repetidora de curso, y el centro de las burlas, luego se cansaron de eso también. Ahora soy aquella que se sienta en un rincón, la que no invitan a cumpleaños ni fiestas, la que apenas ven. Me acostumbré a eso, me siento cómoda y segura en mi propio mundo.
Lástima que mi familia no piense lo mismo. Sobre todo mi hermana mayor. Ella está convencida que tengo que cambiar mi actitud, que debo ser "más sociable", y cualquier oportunidad que ve, hace referencia a eso. Pero sabe que no tiene que obligarme, lo dejó muy en claro la última psicóloga que me trató, y eso fue unos meses atrás: "Dejen que ella busque la manera de sobrellevar su dolor, no la presionen". De todo lo que decía, esto último y la medicación es lo que más me interesaba de ella, así que mamá me dejó tranquila, y Lucy no tiene más remedio que esperar.Clavo los frenos porque acá es el límite de mi rutina, más allá aún no puedo seguir. El hermoso parque de la casa de la esquina, su cerca, el verde de la hierba, la sombra del gran árbol..., Ah, siempre me recuerda al lugar tranquilo y felíz de la infancia que recuerdo. Veo unas aves que cruzan el cielo hacia el este, los sigo con la mirada y descubro a donde van. Suspiro hondo y susurro: "Forest Green", y pensando en esa posibilidad decido intentarlo una vez más.
Así que cambio mi rumbo y me dirijo también hacia el este.
Acelero la marcha, y a medida que me alejo de las calles de Providence, la misma sensación de siempre se apodera de mí, es una mezcla de ansiedad, miedo y adrenalina que me confunden. Mi boca se siente seca, trato de respirar con tranquilidad y repito para mis adentros que antes de salir tomé mi medicina. De todos modos, sé que cuando divise la carretera Interestatal, desistiré de inmediato en mi decisión y retornaré la vuelta a casa.
Siempre me sucede lo mismo, y hoy no será la excepción. Porque así funciona mi enfermedad. Yo la defino como una barrera infranqueable que habita en mi cabeza, y se activa cuando trato de hacer algo diferente y fuera de mi rutina.
Es por eso que intento relajarme y disfrutar de la brisa fresca en mi rostro. Sin darme cuenta llego hasta la autovía que me lleva a la carretera. Es en este punto que me detengo y observo resignada aquel bosquecillo desvanecido en el horizonte, que choca con el cielo celeste pálido, y al cual siempre quiero llegar. Pero nunca lo consigo porque me da miedo, pánico y euforia al mismo tiempo. Aún no puedo controlar mis estados caóticos de ánimo, aunque el ansiolitico sea maravilloso.No es culpa de la distancia, yo sé que con la bicicleta tardaría no más de quince minutos en llegar. Tampoco es el hecho que sea una zona privada y solitaria en medio de la carretera. No, no es eso..., en realidad son los fantasmas de la culpa que me persiguen, y es el dolor que crece al saber que su ausencia se hará insoportable en el mismo instante que pise ese lugar.