En este páramo invernal, Gabriel encontró una cueva, su único refugio contra el viento implacable y el frío intenso.
Dentro, la oscuridad era absoluta, y el silencio, abrumador. Las paredes de hielo reflejaban fragmentos de su rostro, distorsionado por el dolor y la soledad. Allí, Gabriel pasaba las noches, abrazando sus rodillas y susurrando oraciones que nadie escuchaba.
"¿Por qué, Luzbel?", gemía en la penumbra. "¿Por qué permitiste que la duda nos separara? Te amé más allá de lo que el Cielo podría comprender, y ahora estoy condenado a esta eternidad helada."
Los días se convirtieron en semanas, y las semanas en meses. Gabriel ya no sabía cuánto tiempo había pasado desde su caída. El frío comenzó a endurecer su corazón, cubriéndolo con una capa de hielo tan impenetrable como la que cubría el abismo. La esperanza que una vez había brillado en sus ojos, ahora era un pálido reflejo apagado por el sufrimiento constante.
Cada día en la cueva era una lucha para sobrevivir. La falta de luz y energía drenaba su espíritu, dejándolo exánime. Sus músculos, atrofiados por la inactividad y el frío, se contraían en espasmos dolorosos. Su piel, pálida y reseca, se agrietaba bajo el toque helado del aire. Cada respiración era una agonía, el aliento saliendo en nubes congeladas que se disolvían en la oscuridad.
El abismo no solo le quitaba calor, sino que también se burlaba de su tormento. En las paredes de hielo, Gabriel veía una versión distorsionada de sí mismo, un reflejo que le devolvía la mirada con una sonrisa cruel y burlona.
Este otro Gabriel, con ojos oscuros y llenos de desprecio, lo observaba en silencio, su presencia una constante burla a su sufrimiento.
"¿Ves en lo que te has convertido?", susurraba el reflejo, su voz un eco en la caverna vacía.
"Un ángel caído, un ser sin propósito, perdido en un mar de desesperación. No eres más que una sombra de lo que una vez fuiste."
Cada palabra del reflejo era una puñalada en el alma de Gabriel, profundizando su dolor y su desesperación. Intentaba apartar la mirada, pero el reflejo siempre estaba ahí, acechándolo, riéndose de su miseria. La tortura emocional era tan implacable como el frío que lo rodeaba, una constante presión que amenazaba con aplastarlo bajo su peso.
Gabriel se acurrucaba más en sí mismo, tratando de bloquear la voz cruel, pero los susurros persistían, perforando su mente como agujas de hielo. Sentía que su cordura se desvanecía, fragmentada por el interminable tormento.
"Estás solo, Gabriel. Nadie vendrá a salvarte. Te has condenado a ti mismo a esta eternidad de sufrimiento. ¿Cuánto tiempo más podrás soportarlo?"
La risa del reflejo resonaba en la caverna como ecoa sombríos, mezclándose con el viento que aullaba fuera. Gabriel, roto y desesperado, se rendía al abismo, su corazón endurecido y su espíritu quebrado.
La eternidad helada lo había consumido por completo, dejando solo un cascarón vacío donde una vez había brillado un ser lleno de luz y optimismo.