Entre la espada y la pared

1.

Dio dos puñetazos a la pared con la firme convicción de que no volvería a pasar otra noche escuchándolo jadear en compañía.

Llevaba todo el día trabajando y estudiando y desde que se había levantado su único pensamiento había sido el de volver a la cama para poder descansar porque durante una sucesión incontable de noches, su compañero de piso se pasaba las madrugadas liberando todo tipo de tensiones y no sabía hacerlo en silencio, incluso daba la sensación de que disfrutaba del bullicio que él mismo propiciaba.

Para suerte de Maggie, no tenía que compartir la mesa de la cocina con nadie durante el desayuno porque ninguna de sus acompañantes se quedaba a dormir y él solía levantarse tarde.

Había aceptado vivir en aquella casa porque no tenía opción y porque tampoco conocía a su compañero antes de dar el sí. La casa le gustaba, también las vistas desde su ventana y lo luminosa que era su habitación durante las primeras horas del día.

Sin embargo, apreciaba demasiado la pulcritud y el silencio para creerse capaz de buscar a alguien capaz de encajar en su manera de coexistir.

Harta de escuchar el rítmico golpeteo del cabezal de la cama contra su pared se levantó de la cama furiosa. Sus pasos talonearon con fuerza sobre la tarima de pino barnizada y abrió la puerta sin llamar.

—Tienes dos opciones: o aprendes a no ser un neartheantal hetero normativo con masculinidad frágil y una gran necesidad de demostrar tu dudosa varonilidad o prometo joderte cada uno de los polvos que traigas a casa.

—¿Has terminado? —preguntó él tapándose mientras la chica que lo acompañaba se cubría, cabeza incluida bajo la almohada.

—¿Tú no? Llevas dos minutos, suele ser tu media.

Una risa emergió dentro de ella una vez que volvió a su habitación y se tumbó sobre el colchón. No se podía creer haber sido capaz de algo así. Pero si le había visto el culo y lo que no era el culo. Estaba tan enfadada que ni siquiera se había dado cuenta de que había entrado en camiseta de tirantes y braguitas. Las más ridículas que tenía, debía destacar.

Se rio aún más fuerte y escuchó a la chica despedirse con un par de frases toscas y frías.

Le había cortado el rollo y lo sentía por la chica. Bueno, no, no lo sentía, la había salvado de aquel depredador de mujeres a las que les regalaba los oídos antes de entrar en su habitación y despedía con un "cierra bien al salir". Todas se salvaban de escucharlo roncar, salvo las que querían repetir y ella, honestamente, no lo entendía. Su única explicación era que se quedaran a medias y creían que con otro intento conseguirían sentirse satisfechas. Dicha reflexión no tenía ningún problema en manifestarla con él delante cuando dejaba el fregador hasta arriba de tazas de café, la ropa sucia fuera del cesto o el vello que recortaba de su barba esparcido sobre la cerámica del lavabo del baño.

—Podrías arreglar el sofá, la pata cojea—comentó mientras cocía pasta al día siguiente.

—¿Por qué no lo haces tú?

—Porque lo rompiste tú—le recriminó ella escurriendo el agua de la cacerola.

—También te cargaste tú la lavadora y la arreglé yo—le recordó él poniéndose a la altura del sofá para comprobar la avería.

—¡Me hiciste lavarte a mano la ropa una semana! —exclamó lanzándole un macarrón.

—Males menores.

Para fastidio de ella, Peter lo atrapó y se lo llevó a la boca.

— La prefiero al dente, se te ha pasado, pero mientras no se te pase el arroz, puedes estar tranquila.

—Cuando me vaya de aquí quiero mi fianza íntegra—le recordó por vigésima vez.

—Llevas casi un año hablando de que te vas a ir, pero no lo haces.

—Me gusta la casa, el problema eres tú.

—Con la cantidad de veces que te he presentado a mis amigos para que desfogaras toda esa energía mal empleada—encajó la pata nuevamente y se tiró encima para comprobarlo. —Eso es de ser una desagradecida.

—¿Se supone que debería estar agradecida cuando nunca te lo he pedido? No necesito que me presentes a nadie, yo sola me basto.

—Yo no escucho nada desde mi habitación—comentó en un susurro para provocarla.

—¡Solo faltaba! No escuchas nada porque juego fuera de casa.

Peter cruzó la barra americana de un salto, vertió un bote de salsa de tomate y esparció orégano encima de la pasta. Ella fregó los utensilios y cuando llegó a la mesa con el bol ya estaba puesta, a falta de servilletas, como siempre.

Comieron en silencio, lo cual era extremadamente extraño para ambos. Peter boqueó un par de veces, pero el semblante estoico de Maggie y la fuerza con la que clavaba el tenedor reprimieron sus intentos.

—Anoche no podía dormir e hice tiramisú—trató él de alzar un pañuelo blanco.

—Esta noche saldré, no eches la llave a no ser que tengas previsto madrugar—decidió ignorarlo.

—Le falta parmesano en polvo.

Si algo molestaba a Maggie eran las quejas sobre el resultado de las recetas que llevaba a cabo.

—Pietro, no eches la llave—repitió llamándolo como hacía su familia.

—¿A qué hora vuelves?—preguntó molesto antes de dar un trago a su refresco.

—¿Qué te importa?—contestó ella impasible.

—Quiero saber si puedo traer a alguna de mis amigas y montármelo en tu cama—bromeó él.

—¿Sabes que sería el último polvo de tu vida? —amenazó.

—Lo sé, pero merecería la pena—le guiñó con una sonrisa naranja de lado.

Recogieron entre los dos la mesa, él sirvió en un plato pequeño una porción del postre que había elaborado con la receta de su abuela solo para ver cómo Maggie relamía la cuchara en cada bocado.

Ella se sentó en su lado del sofá y él no puso pegas en que escondiera sus pies fríos tras el cuerpo de él.

La miró durante la primera cucharada esperando su reacción. Ella procuro que no se apreciara en su gesto lo delicioso que estaba aquel tiramisú.

—¿Y bien?

—Le falta parmesano en polvo.

—Imbécil —le contestó y ambos rieron.



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En el texto hay: romance, odio amor, enemies to lovers

Editado: 30.01.2021

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