Vivía en una calle alejada del mundo, cuando digo alejada del mundo me refiero a algo apartada del bullicio de los centros comerciales o los barrios populares que constantemente vivían de fiesta. Tenía una familia completamente funcional, una esposa y dos hijos, el mayor un abogado reconocido poco apegados a sus padres, el mismo que solo servía como un banco humano que estaba únicamente cuando los escándalos económicos lo merecían y uno pequeño que aún dependía de él para salir adelante en un mundo tan retador.
Aquel hombre era feliz, tenía una vida tranquila, y era dueño de sus propios sueños, se había titulado hacía tiempo, esa ingeniería no lo llenaba y logro hacerse de renombre como fotógrafo, finalmente hizo de su profesión un oficio, y de sus hobbies una profesión. Tenía un estudio a las afueras de Ibagué, el mismo que manejaba desde joven, el mismo también que lo hizo famoso y le permitió conocer a diferentes artistas, incluso modelos o marcas famosas que, en algún punto de la historia, la cual no nos interesa ahora, le pidieron realizar publicidad.
La fecha exacta es difícil de recordar, algún lector incluso pensará que inventársela sería sencillo, pero si eres tan cuadriculado como el autor verás que es más sencillo obviar el día, la hora, el momento. Digamos si, que fue por allá a mediados de 2016 cuando a su estudio, ese que aquel personaje solo veía como su fuerte, como su refugio, entró un hombre, uno de altura promedio, bien vestido, alguien notablemente reconocido, quizá un político o un médico de renombre, o tal vez lo que, si era, un gran administrador. Era una persona pulcra, bien puesta, arreglada y con el pelo sumamente arreglado, algo curioso, pues lo hombres generalmente no gozan de un amor propio tan intenso como para preocuparse constantemente de si están o no peinados.
La fama lleva a los negocios a condicionarse, a ser sumamente exigentes y venderse como le venga en gana al dueño, es como esas tiendas de barrio que tienen la bondad de abrir 24 horas 7 días a la semana, llega un punto en que su competencia es nula, y ahí sus precios, sus servicios no solo se precariza si no que aumenta su valor de formas desorbitadas. Así era aquella agencia fotográfica la misma que rechazaría en un comienzo la exigencia de aquel cliente espontaneo.
Si yo fuera el lector ya me habría preguntado ¿Por qué aquel hombre, o sea, el cliente, ingreso en la agencia fotográfica del hombre extraño, el mismo que se encontrará frente a Kim en alguna sala de interrogatorio a miles de kilómetros de distancia, por qué no ingreso a otra, existe alguna relación con la ubicación, es importante que este alejada del casco urbano? Y como autor me veo en la penosa obligación de contestar a eso de la forma menos original posible, y es que no existe respuesta, que esto fue solo obra del azar, ese azar del que carecen muchos libros de misterio exitosos, el mismo azar que si lo piensan con detenimiento es el antagonista principal de la saga de “El día que se perdió la cordura” de Javier Castillo.
Aquel cliente misterioso no se equivocaba, el encargo era sumamente sencillo, tan sencillo que el hombre extraño nunca pensó las razones de eliminar material digital y tampoco indago mucho más en las razones como por qué una persona del corriente se atrevería a pagar mucho más por un trabajo tan sencillo. Más aún cuando para la época los celulares ya permitían tomar fotos a una calidad razonable, y no veía mejor forma de esconder aquella evidencia que ocultando su existencia, pues si solo existía en su mente nadie siquiera la tendría en el recuerdo.