“la soledad es peligrosa. Es adictiva. Una vez que te das cuenta de cuánta paz hay en ella, no quieres lidiar con la gente”.
—Carl Jung.
20 de julio del 2021
Amelia.
Vivo en el pequeño sótano de mi casa, completamente de metal, algo parecida a un cuarto de pánico. Intenté decorarla con luces de navidad en cada esquina y posters de mis bandas y películas favoritas en un intento de sentimiento de nostalgia pero lo único que sentía era tristeza.
Estaba acostada leyendo el libro escrito por mi papá mientras me abrazaba una helada brisa proveniente de la ventanilla pegada a la pared.
–Tal vez falta poco para la era fría – Me dije, así le decía al otoño. Aunque Aspen sea un pueblo frío, raramente en verano subía unos dos grados.
El libro mostraba a las diferentes criaturas que habían sido vistas durante los viajes de mi papá. Iban desde un león con cuerpo de jaguar a un hombre con aspecto de mantis.
–¡Llegué!– gritó mi papá desde arriba, respirando con dificultad–. ¿Sigue ahí mi abejita?
–Sí papá, siempre estoy aquí. No creo que salga alguna vez.
Abrió la pequeña compuerta que estaba en una esquina del techo y vi a mi canoso papá, estaba sudado, jadeante del cansancio. Vestía una gabardina marrón, jeans y una camisa de leñador verde. Lo describiría como un señor de cabello color plata, dueño de unos ojos azules oscuros, (que desgraciadamente no heredé) de unos bien conservados 37 años, amante de las buenas películas y gran cocinero. Además tenía un gusto para la ropa parecida a la de los vaqueros del oeste de las pelis viejas.
–Dime una cosa, ¿Cuántas veces lo he repetido? Saldrás una vez que vea que sea seguro.
Hice un gesto de cansancio. La última vez que estuve afuera fue en mi cumpleaños número 8. Han pasado 7 años desde eso.
–Lo sé papá –exclamé, con poca paciencia–. ¿Cuándo exactamente será eso? Digo, para tenerlo anotado.
—Cuando yo lo diga y punto —se limitó a contestar y cerró la compuerta.
Aunque mi papá no lo pareciera, era buena persona. Sé que quería protegerme pero es muy fastidioso pasar 24 horas del día encerrada.
Desde que los monstruos se liberaron, nada era igual.
La historia cuenta que fundaron un laboratorio subterráneo en el pueblo y secuestraban gente de pocos recursos y los usaban de conejillos de indias. Estos experimentos se basaban en unir la genética de cualquier animal a la de un humano. Aunque el gobierno no lo aceptaba, tampoco los detenía.
Se cree que estos híbridos no tienen conciencia, o simplemente actúan por instinto y ésto los hace más peligrosos. Algunos te rastrean fácilmente por tu olor —no importa si estás a kilómetros, mientras tengas un olor fuerte, date por muerto— otros por el sonido, los cuales son los más letales, con sólo escuchar tu respiración, te ubican en un punto específico y de ahí no escaparías.
Papá decía que algunas casas habían sido destruidas, otras solo habían sido saqueadas. No había ni rastro de que alguien habría vivido allí. Veías algunas partes de cuerpos cerca de ellas, parecía una escena del crimen hecha por el más sádico y cruel asesino.
Papá entró, vestido con un pijama de patitos que había traído en uno de sus viajes, con dos tazas de sopa de frijoles recién hecha en mano.
–¿Quieres?– preguntó, ofreciéndome una taza de sopa. Se oía... ¿Preocupado?
Asentí, tenía demasiada hambre como para negarme una de sus sabrosas sopas (aunque algunas veces se pasara de sal, o le faltara) Dejé el libro a un lado y comencé a engullir con entusiasmo los frijoles.
–¿Te digo algo?–comentó, masticando un frijol–. Cuando era pequeño, mi papá quería enseñarme las tablas de multiplicar. Yo siempre he sido terco así que no le hice caso. Un día, ya harto de mi comportamiento, me encerró en un granero. Me dijo: "Hasta que no las sepas todas, no saldrás de allí". Asustado, grité por días. Me daba mucho miedo el granero de noche, era frío y oscuro.
–¿Como éste sótano?–. Interrumpí.
Él sólo me dió una mirada mortal y siguió con su historia.
–Una vez que las aprendí, me dejó salir. Yo me molesté porque creía que no era forma de que aprendiera. Una semana después, tuve un examen sobre eso. Estaba nervioso, pero igual lo presenté. Obtuve la nota más alta en mi grado.
–¿Y tu punto es?— pregunté, fastidiada.
– Amelia, eres mi única hija. Te amo con mi alma y mi corazón. Los padres siempre tenemos la razón en cuanto a nuestros hijos.
Dejó su sopa en el piso, acercó sus manos a mi rostro y comenzó a acariciarlo con cariño.
—Te mantengo aquí porque yo más que nadie sabe que el mundo de afuera es peligroso. Incluso estando en la casa. Lo que yo te diga o haga te mantiene a salvo—aseguró.
Terminó, y me dió un cálido abrazo.
Respondí el abrazo. Lo odiaba por tenerme encerrada pero eso no quitaba el hecho que seguía siendo mi padre.
– La próxima me hablas ¿Okay?– agregó, soltándome.
– Okay papá –murmuré. Siempre que alguien me hablaba de algo así, me quedaba corta.
Le entregué mi taza a medio comer y subió con ella y me dejó sola otra vez. Caminé hacia el pequeño colchón que estaba en una esquina de la habitación y me acosté.
–Por cierto –gritó papá–. Tus amigos vendrán más tarde. Me dijeron que te traerían algo y que te arreglaras.
Apenas escuché la palabra "amigos" corrí hacia un gabinete que tenia mi ropa. Siempre que venían me decían que me arreglara para que no me vieran mal. Ellos eran mis vecinos, uno de adelante y otro de la derecha. Aunque ellos vivieran en las mismas condiciones que yo, no estaban encerrados en sus sótanos. Ellos salían y cuando lo hacían, a veces me traían algo.
Me metí en el diminuto baño del sótano y me di una ducha. De verdad la necesitaba.
Mientras me restregaba la toalla en la cara, la alcé para ver mi reflejo en el espejo. Mi cabello castaño me llegaba a los hombros, tenía cortes irregulares en las puntas. Mis ojos estaban rojos, resultado de dormir demasiado y a la vez no dormir en lo absoluto. A pesar de siempre haber tenido una contextura delgada, siempre fui muy comelona, y a veces me daba asco a mí misma.
Escuché pasos acercándose a la compuerta, cuando volteé, vi a Joshua y Samantha asomándose por la misma.
–¡Hola comadre!– saludó Samantha, con una alegre sonrisa y su pelirrojo y rizado cabello mostrándose en su hombro derecho.
–¿Cómo está mi Ana Frank favorita?–agregó riéndose Joshua mientras bajaba atrás de Samantha.
Samantha es una pelirroja ruda, ágil y amorosa a la vez, la perfecta descripción también de Mérida de Disney. Por su parte, Joshua es un moreno gracioso, bromista y descuidado, pero no lo subestimes, también te podía dar una buena paliza.
A ellos dos los conozco desde jardín de niños.
–Todo bien chicos, en las mismas cuatro paredes –suspiré.
–Amy, si sigues así, te conseguiré un Peter van Pels –rió Joshua.
Samantha le dió un codazo, ella odiaba cuando hablaba con un aire burlón.
–Lo que veníamos a decirte era que... – dijo Samantha, quien miró a Joshua y se dieron una mirada cómplice.
–¡Veremos una peli contigo!– gritaron al unísono.
Grité como una niña cuando le regalan el juguete que quería en Navidad. Usualmente no me dejaban estar con ellos tanto tiempo, mucho menos ver una película. Papá siempre alegaba que no deberíamos recordar el mundo de antes, que no debíamos anhelar algo que no nos devolverían.
Nos sentamos en el colchón y conectaron un proyector a una batería de auto. Pusieron ¿Y donde están las rubias? Nuestra película favorita.
En la mitad de la película, papá se asomó por la compuerta. Samantha pausó la proyección apenas lo vió.
–Chicos, saldré a buscar algunas cosas. Por favor me cuidan a Amelia. Y que no salga. –La última frase sonó a regaño.
Los chicos asintieron y seguimos viendo la película.
11:36 pm.
Han pasado tres horas desde que papá salió. Me está preocupando.
–Amy, ya nos hemos visto la misma película unas tres veces, es raro que tu papá no haya llegado aún –enunció Joshua.
–Lo sé, normalmente tarda una hora y media. No creo que haya ido demasiado lejos –exclamé.
–Bueno, en ese caso... Hagamos una pijamada– susurró Samantha, en un intento de calmar la tensión en esa pequeña habitación.
Pasé las siguientes horas escuchando los sustos que pasaron ellos en cada uno de sus viajes. En cada anécdota se mencionaban alrededor de tres monstruos diferentes. Definitivamente era un zoológico afuera.
–Son las 1:37, ya es muy tarde para que tu papá esté afuera –dijo Samantha–. ¿Salimos a ver?
Me miraron al mismo tiempo, no estaba cómoda con salir sin permiso de él. Mucho menos si él confiaba en mí.
–No creo que sea buena idea...–dudé–. No quiero algo me coma– traté de dar aunque sea una risita, pero no lo conseguí.
–Si seguimos esperando lo más probable es que queden nuestros huesos aquí–demandó Joshua.
Suspiré en busca de una respuesta en mi mente.
Tienes que salir, no hay otra opción.
–Hagamos algo, váyanse ustedes. Yo me quedaré a esperar. Si mi papá no llega hasta mañana, saldré.
Joshua se fue un poco emocionado porque saldría del lúgubre sótano, mientras que Samantha se quedó.
—Amelia, no quiero que hagas las cosas presionada. Si quieres salir, hazlo. Si no, igual te visitaremos. Nada va a cambiar.
Finalizó y se fue.
Me tiré al duro colchón, cansada. Pensamientos horribles pasaban por mi cabeza.
¿Y si le pasó algo?
No.
Él es muy hábil con el arma que tiene. Nunca le pasó nada antes, no creo que le pase algo ahora.
¿Segura?
Dudé de mi respuesta interna, tal vez si le pasó algo y no me puede avisar...
Si no estás segura, solo hay una forma de salir de tu dilema.
Pero, ¿Qué pasa si simplemente se perdió?
Él nunca se perdería, conoce el pueblo como la palma de su mano. Y lo sabes.
Cerré los ojos en frustración. No sabía que hacer y eso me molestaba.
Comencé a imaginar posibles escenarios sin mi consentimiento. Imaginaba a mi padre herido, con sus órganos afuera, culpándome por no haber salido a su rescate.
–Abejita... –susurraba–. ¿Por qué no viniste?
Escuchar ese apodo que me puso de pequeña, me dolió. Lo solía decir cuando quería molestarme. No quiero que me recuerde como su hija que lo abandonó y fue grosera con él.
El sueño se apoderó de mí. Mis ojos no aguantaban mucho tiempo abiertos.
Duerme.
Mañana tendrás un día largo.
Le hice caso a la voz en mi mente.
Tuve la sensación de que mañana algo cambiaría.
Algo cambiaría mi mundo.
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Editado: 14.11.2022