En cuanto damos un paso fuera del muro, el bosque siente nuestra presencia, enmudece. Las lechuzas cierran sus ojos, los grillos callan, los murciélagos sobrevuelan el cielo. La noche le pertenece al mal, pero ésta es nuestra. La luna llena abarca el cielo despejado y así deja espacio a la luz nocturna. Inclusive sin nuestra vista mejorada, podríamos ubicarnos con facilidad. El bosque sabe que sus tierras pronto serán regadas por sangre demoníaca.
Artemisa me mira en la oscuridad e inclina la cabeza. Hablamos sin palabras. Me quiere decir que yo guío la cacería. Asiento y me muevo hacia la delantera. Me agacho en cuclillas, hundo las manos en la tierra, me concentro y en un segundo ya estoy fuera.
A través de los años, selectos pensadores, científicos y religiosos han querido descubrir el secreto que hay detrás de la forma en la que escapamos de nuestro cuerpo. Nadie tiene respuestas seguras. Los pensadores creen que es parte de nuestra alma y ella decide salir en un acto de supervivencia. Los científicos dicen que viene codificado en nuestro ADN. No es muy frecuente, pero algunas veces un ser entre 700 personas humanas, nace con esta "anomalía", los llamados cazadores. Rastreando su línea de sangre se descubrieron cazadores dos generaciones atrás. Lo que quiere decir que no todos los cazadores pueden procrear descendientes de nuestra estirpe. Dicen que podemos salir de nuestro cuerpo porque liberamos alguna especie de hormona (no recuerdo el nombre) que se activa con la adrenalina y la sed de sangre. La hipótesis de los científicos no me cuadra tanto. Muchas veces salimos de nuestro cuerpo sin un propósito asesino, simplemente por entrenamiento. Y no podrían faltar los religiosos. Ellos dicen que hemos sido elegidos por Dios para erradicar el mal del mundo. En este caso, los demonios.
Por otro lado, yo pienso, ya que no lo puedo decir por obvias razones que somos otra clase de demonio. En fin, muchas hipótesis.
Sentir como salgo de mi propio cuerpo es como la sensación que sientes al agarrar arena entre tus dedos y dejarla pasar a través de ellos. Es un sentimiento de fuga o escape. Me convierto casi en una sombra, pero estas ya no me asustan. Mayor velocidad, sentidos incrementados a un 300%, más resistencia. Mi esencia se almacena en un amuleto en mi pecho. En eso se convierte mi cuerpo de carne y hueso: se desintegra en polvo y se guarda en el bendito amuleto, hasta que mi tiempo espiritual se acabe. Es muy difícil mantenernos fuera, por lo que no todos los cazadores tienen esta habilidad y aquellos que si la tienen, solo lo pueden hacer en la noche cuando la luna se encuentra en su punto alto.
Me levanto y giro mirando el bosque con nuevos ojos. En la rama de un árbol próximo se encuentra una lechuza con un ratón entre su pico, pero los dos animales están con los ojos cerrados, en una especie de trance. Una serpiente repta por las ramas, silenciosa, preparada para atacar en cualquier momento. En medio del tronco de un árbol, hay un pequeño hueco en el que se puede divisar la cabeza de un mapache con una pata en su boca. Me relajo. Siempre he encontrado cierta afinidad con la naturaleza. Estamos conectadas. Puedo escuchar sus susurros con todo mi cuerpo. Me advierten de peligros inminentes, me esconden entre sus malezas, me cubre la espalda mientras asesino demonios. Es mi más fiel testigo.
Siento como una pequeña ráfaga de aire me azota la espalda y sé que Artemisa ya ha dejado ir su cuerpo.
Comienzo a caminar con sigilo, escuchando hasta el mínimo sonido que pueda producir el bosque. Alcanzo la rama de un árbol y me subo rasguñando las yemas de mis dedos. Sonrío. Este es mi lugar. Soy tan liviana como el viento y tan veloz como un guepardo. Sigo mi camino saltando de rama en rama, de árbol en árbol. Siento que puedo volar. Las ramas se desdibujan bajo mis pies y el suelo solo es un borrón en el panorama. No puedo escuchar a Artemisa, pero sé que se encuentra tras mis pasos. Disminuyo mi velocidad y avanzo agazapada tocando las ramas de los árboles. Hacemos varias rondas por distintos lugares del bosque, rebuscando entre la oscuridad sin éxito. Pasando una hora llegamos a un pequeño claro y percibo un cambio en el aire.
Se están acercando. —alerta el bosque solo para mis oídos.
Salto a un gran árbol frondoso que está a unos seis metros y me escondo entre sus hojas. Artemisa salta a mi lado. Me mira de manera interrogativa, ella no puede sentir lo mismo que yo. Se acercan demonios. Por sus emociones diría que son más de tres. Están confundidos, buscan algo, pero no saben qué. Tomo aire en el momento en el que uno de ellos se sobresalta, algo lo ha sorprendido ¿qué está pasando?
Artemisa espera a que siga avanzando, pero estoy paralizada entre las ramas observando a la nada. Tomo un respiro profundo. Algo no está bien. Mi Alta Fall suelta un suave suspiro. Se le está acabando el tiempo, siento como el aire hondea a su alrededor y se carga de electricidad. En un momento ya está su cuerpo físico junto a mí. Niego con la cabeza. Aún no podemos bajar, están tramando algo y cada vez se acercan más. Mis oídos los captan antes que mis ojos. Son cuatro demonios. Sus pasos son muy tenues, pero constantes. Escucho el latido de un corazón. Ondeo la mano en el aire buscando más información. No está bien. Los demonios no tienen corazón.
Escucho de nuevo los latidos. Es un latido normal, no está alterado. Tal vez, tienen un humano engañado para divertirse.
Aparecen detrás de un gran árbol. Cuatro seres putrefactos y desfigurados. Garras largas, extremidades acomodadas de forma extraña y antinatural. Dientes largos y afilados sobresaliendo de sus bocas. Bajo la luz de la luna, sus cuerpos desprovistos de pelo brillan. Son seres horribles. Ni en mil vidas podrían pasar por algo de este mundo.
Dos de ellos vienen delante, garras arqueadas, sus ojos bien abiertos y con muecas de desprecio. Otros dos vienen detrás cargando pesadas cadenas. No son suficientes para atrapar dos cazadoras. Siguen buscando, olisquean el aire por cualquier molécula que se nos escape. Retrocedo y me apresuro a rodear a Artemisa con mis brazos. Anulo su aroma con mi esencia esperando que sea suficiente. Nuestra forma incorpórea no tiene reacciones biológicas como el cuerpo físico, por lo que no produce ninguna clase de olor o residuo natural.