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Acacia se deslizó con cuidado por la escalera, le dio una palmadita a King en la cabeza y salió de la casa silenciosa como una sombra. Sus padres descansaban, ignorantes de lo que venía repitiéndose cada fin de semana. En el bolsillo de la chaqueta llevaba un carnet de identidad falso, aunque nadie se lo había pedido nunca. Vestida y maquillada así, aparentaba mucho más de sus dieciséis años e incluso en los locales para mayores de veintiún años le bastaba una mirada para entrar sin problemas. Diez minutos más tarde, abría la puerta del coche de Gerard.
—Pensaba que ya no venías —gruñó el joven.
—Mis padres han tardado una eternidad en dormirse —respondió acomodándose en el asiento—. Es lo que tiene enrollarse con una menor.
Gerard soltó una carcajada. Acacia siempre le hacía reír. La contempló con los ojos entornados antes de inclinarse hacia ella.
—Estás muy guapa —murmuró mordisqueándole la oreja mientras una mano resbalaba hasta su pierna y se introducía por debajo de su minifalda.
Acacia buscó sus labios, siempre tan cálidos y urgentes. Con él se sentía de nuevo casi viva y a salvo.
Gerard siguió con su lengua el contorno de los labios de Acacia.
—Alguien ha estado probando el whisky de papá —comentó.
—Con algo tenía que pasar el tiempo.
—Se me ocurren dos o tres formas mejores.
—Entonces, ¿a qué estamos esperando?
Gerard sonrió y puso el coche en marcha.
Acacia abrió los ojos y miró a su alrededor sin saber dónde se encontraba. Encendida sobre la mesita de noche, rodeada de vasos vacíos y restos de cocaína, había una lámpara de un desvaído tono anaranjado. A su lado, alguien dormía boca abajo, con el rostro girado hacia la pared y un brazo cruzado sobre su pecho. Reconoció el brazo tatuado de Gerard. Al girar la cabeza descubrió otro cuerpo desnudo a su izquierda, un chico rubio con las piernas enredadas entre las suyas. Un nombre vino a su mente. Adam. El encantador Adam con una piel casi tan pálida y suave como la suya.
Estaban en su casa, un curioso almacén reconvertido, no en el atestado piso que Gerard compartía con dos amigos. No recordaba cómo había llegado allí.
Debería volver a casa antes de que sus padres descubrieran su desaparición.
O quizás no, pensó volviendo a cerrar los ojos. Quizás ya era hora de que se enterasen.
Diez minutos más tarde estaba en la calle. Eran casi las cuatro en una fría madrugada a finales de enero y no tenía la menor idea de dónde se encontraba. Comenzó a caminar con paso no muy firme por las desiertas calles, apenas iluminadas por luces amarillentas, con la esperanza de encontrar un centro urbano con una compañía de taxis.
—Eh, preciosa, ven a hacernos compañía.
Acacia se giró y comprobó que había tres hombres fumando, dos de ellos apoyados contra una pared, rodeados de latas de cerveza vacías. El que había hablado llevaba un gorro de lana e incluso bajo la débil iluminación pudo darse cuenta de que le faltaban varios dientes.
Acacia los observó un momento con vaga curiosidad. Dos de ellos parecían cercanos a la cuarentena mientras el tercero, bajo y delgado, no aparentaba siquiera veinte.
—Pero qué jovencita eres —dijo otro avanzando un paso hacia ella mientras se lamía los labios—. Justo como a mí me gustan.
Atrás, le mandó Acacia.
Para su sorpresa, el hombre continuó andando como si nada.
Detente, repitió con mayor fuerza.
Los otros dos siguieron al primero.
Confusa, Acacia dio un paso atrás. Aunque no lo empleaba a menudo, en las ocasiones en las que había atraído una atención no deseada este pequeño truco jamás le había fallado.
¡Atrás!, volvió a ordenar, más desconcertada que desesperada.
Los hombres mayores la miraron con lascivia mientras el más joven la observaba con una amenazadora expresión de rapiña.
—¡Atrás! —exclamó en voz alta señalándolos con el dedo.
El primer hombre se echó a reír y los otros lo imitaron. Ahora estaban tan cerca que podía oler el hedor que desprendían. Entonces se giró y echó a correr. Pero había calculado mal, había esperado demasiado y subestimado la rapidez del más joven, que le cerró el paso en unos segundos. Unos brazos la agarraron por detrás, una mano mugrienta sobre la boca, otra manoseándole el pecho con avidez.
El joven agitó una navaja delante de sus ojos.
—Si te mueves o gritas…
Acacia le dio una patada en la ingle con todas sus fuerzas, haciéndole caer, y trató de clavar el tacón de su bota en la espinilla del hombre que la sujetaba, pero con tan poco impulso solo logró arrancarle una exclamación de dolor.
—Vaya, vaya —dijo el hombre del gorro de lana situándose delante de ella, el cigarrillo todavía prendido entre los labios—, parece que la gatita tiene ganas de jugar. Eso le añadirá condimento a la noche, ¿no os parece?