Entre sombras

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Acacia llegó a St. Swithuns pasadas las dos de la madrugada y aterida hasta la médula. Había empezado el día con un par de clases bastante intensas sobre ética y la relevancia del pasado en el presente. Después de nadar un rato, fue de rebajas con Jenna, comieron en una cafetería y se encerró en la biblioteca hasta que se hizo hora de marcharse al ensayo del coro. Tras el éxito del concierto de Navidad el director estaba dispuesto a hacerlos trabajar más que nunca.

Al terminar el ensayo se había dejado convencer para ir a tomar algo a un pub y habían acabado bailando en Filth, donde lo pasó en grande hasta que Jonas lo arruinó todo montándole una escena de celos. Había tenido que romper definitivamente con él y acabar una relación siempre le causaba cierto pesar.

Como alumna de segundo año, Acacia tenía acceso al alojamiento dentro del encanto medieval de Magdalen, una serie de hermosos edificios con habitaciones bastante espaciosas. Le encantaba vivir en St. Swithuns, extravagante producto del renacimiento gótico de la era victoriana, muy cómodo y con una atmósfera de lo más sociable.

Justo antes de abrir la puerta de su habitación, Acacia sintió el cálido abrazo de Enstel, quien depositó un beso en su mejilla al tiempo que adquiría una apariencia sólida. Acacia se giró hacia él con una sonrisa.

¿Dónde has estado todo el día? Es impropio de ti perderte un ensayo. Haendel, nada menos.

Al encender la luz se encontró con una escena inesperada. Eric estaba tendido sobre la cama, con el brazo extendido sobre un libro abierto, tan profundamente dormido que la luz no lo había perturbado.

Sabías que estaba aquí, ¿verdad?

Enstel le sonrió en silencio.

Acacia se desprendió del gorro, los guantes, la bufanda y el abrigo sin apartar la mirada de Eric. Se acercó a la cama y lo contempló con curiosidad. Dormido, sus rasgos se suavizaban y parecía más joven y vulnerable. Debía haber caído inconsciente de puro agotamiento, pensó sintiéndose invadida por una repentina oleada de ternura y un extraño sentimiento de reconocimiento. Entonces notó que su brazo se levantaba como si tuviera vida propia, los dedos extendiéndose anhelantes en su dirección. Le sorprendió la intensidad del deseo, tan diferente a todo lo que hubiera experimentado con anterioridad. Resistió el poderoso impulso de acariciar la pálida piel de su rostro y retiró la mano con un suspiro. Por mucho que lo intentara, no lograba entender la misteriosa fuerza que le atraía hacia él.

—Ni siquiera voy a preguntarte cómo te has colado aquí —murmuró mientras se dirigía al cuarto de baño sin hacer ruido. Quizás una ducha le ayudaría a disipar la mezcla de confusas emociones con las que tan poco familiarizada estaba.

Al salir comprobó que Eric se había despertado y la aguardaba sentado junto al escritorio con la ropa arrugada y los rizos castaños completamente revueltos. Parecía exhausto.

—No te esperaba esta noche —dijo Acacia avanzando hacia él envuelta en una toalla.

Al verla, Eric se levantó con rapidez y se colocó detrás de la silla.

—Perdona que me quedara dormido. No era mi intención. No he podido localizarte con el móvil.

—Tenía ensayo —replicó la joven con sequedad.

Le costaba ocultar el malestar que le producía que Eric evitara su proximidad de un modo tan abierto. Que un chico la rehuyera, sobre todo uno hacia el que albergaba el más mínimo interés, era una situación completamente nueva para ella.

—No importa —respondió Eric frotándose la cara—. Solo quería decirte que mi madre va a venir la semana que viene. Tiene asuntos que discutir con el rector y creo que es una buena oportunidad para que os conozcáis.

Acacia asintió con gravedad. Había sido una ocasión largamente esperada y era consciente de su importancia.

—Gracias.

—Y ahora será mejor que me marche —dijo Eric girándose con rigidez en dirección a la puerta—. Buenas noches, Enstel.

 

Le costó conciliar el sueño y se despertó a menudo a lo largo de la noche. Finalmente, desistió y permaneció tumbada mirando al techo. Se esforzaba por llevar una vida lo más normal posible, pero las cosas se estaban volviendo cada vez más extrañas, sobre todo a raíz de conocer a Eric.

Aunque apenas tres años mayor que ella, la diferencia entre ellos era abismal. Al contrario que Acacia, no parecía tener amigos ni una vida social digna de ese nombre y, a pesar de su juventud, era uno de los investigadores estrella del departamento. Cuando le interrogó directamente, Eric mencionó con vaguedad un doctorado sobre un tema oscuro que no parecía dispuesto a discutir. Se había licenciado con honores en Historia Medieval y en Antropología y Acacia había averiguado que había recibido el premio Arnold a la mejor tesis en Historia y el premio Meyerstein al mejor estudiante del año en Arqueología.

Eric desaparecía durante días sin decir nada para reaparecer sin previo aviso y las preocupaciones propias de su edad parecían serle totalmente ajenas, inmerso en una serie de actividades de naturaleza imprecisa. Solía tener un aire circunspecto y, aunque no era raro que sonriera, nunca lo había escuchado reír. A veces, cuando observaba sus insondables ojos azules tenía la impresión de que acarreaba el peso del mundo y todos sus oscuros secretos.




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