Una semana en Argentina fue como una semana en el cielo. Escapamos de todo y de todos. No fuimos molestados por ningún otro doble cero como tampoco por llamadas inoportunas. Durante esos siete días nos dedicamos a disfrutar, a comer y a amarnos como siempre lo hacíamos.
El tema del algodón de azúcar se nos estaba escapando de las manos. Estábamos generando una adicción a ello y como todo adicto no nos dábamos cuenta. Y es que cada vez que estábamos solos (que era casi todo el tiempo) nos pegábamos como el imán al metal.
Me sentía como si estuviera de luna de miel. De la mano de mi apuesto esposo, paseando sin ninguna preocupación, disfrutando de la exquisita comida y teniendo noches muy dulces y excitantes con Max.
Aún sentía el entusiasmo del viaje cuando dejamos el hotel y nos embarcamos al taxi, pero una vez que pisé el suelo del aeropuerto la realidad me golpeó como un balón de fútbol en la cara. Ya nos íbamos, debíamos regresar al mundo real.
- Quedémonos una semana más.
- Lo haría, pero tenemos responsabilidades – repondió Max a mi lado, soportando mi peso.
- Seamos irresponsables otro ratito – como no me prestaba atención, continué: - ¿Cinco minutos más de irresponsabilidad?
- No.
- ¿Dos minutos más?
- Luisa ya es tu turno.
- ¿Un minuto más?
- ¡Siguiente!
Estábamos en la fila para embarcar, pero antes de eso un guardia de seguridad debía revisarnos con esos detectores para asegurarse que no lleváramos armas o peor aún, algún aretes o pulsera que hiciera sonar el aparatito. ¡Cómo les fastidiaba que uno llevara alhajas!
Con una cara de tristeza me mantuve inmóvil con los brazos extendidos mientras el detector de metales pasaba por todo mi cuerpo.
- Revísenla bien – gritó Max detrás de mí, aún en la fila.
Me volteé lo suficiente para dedicarle una mirada nada agradable.
Me senté junto a la ventanilla del avión para echarle una última mirada al paisaje argentino,} mientras Max guardaba las maletas. Había sido un viaje increíble ¡Fascinante! y lo mejor de todo era que lo había disfrutado junto a Max.
Me giré en el asiento y tomé su mano apretándola. Estaba sonriente, parecía que no podría relajar las mejillas y dejar de sonreír como una muñeca de porcelana.
- Muchas gracias por este increíble viaje.
- No hay nada que agradecer – dicho esto, depositó un beso en mi cabello.
Mientras esperábamos que todos embarcaran y arrancara el avión, saqué mi celular y vi las fotos que nos habíamos tomado durante nuestras vacaciones.
La primera foto la había tomado Max. En ella estaba yo de pie con la típica pose de tetera, con una mano en la cintura y otra en el aire señalando la opulenta habitación del hotel en Buenos Aires. En mi cara era evidente el cansancio por el viaje, pero mi sonrisa de cheerleader era auténtica. La segunda foto era claramente tomada por mí. El desayuno en la cama con la fruta fresca, el café y los huevos se veía tan perfectamente arreglados que era inevitable que le tomara una foto.
En la siguiente aparecíamos los dos abrazados con una explosión de color detrás de nosotros. Era el barrio de La Boca. Todas las casas parecían sacadas de un libro para colorear, era hermoso. Las demás fotos trataban de lo mismo: comida, nosotros en la Plaza de Mayo, más fotos en el hotel, nosotros acostados en la cama. Luego de tres días, Max armó las maletas y partimos al siguiente destino.
- ¿A dónde vamos ahora? – le había preguntado.
- A un lugar que tenía pensado llevarte hace mucho tiempo.
Al noroeste de Buenos Aires se encontraba parte del Delta del río Paraná. Al descender del bus, entendí por qué él había decidido llevarme a aquel río. Las cabañas y el ambiente rústico eran detonadores de recuerdos. Las imágenes del lago Baikal llenaron mi mente. Nos alojamos en una pequeña cabaña por dos días. Las fotos cambiaron y en ellas aparecían arroyos, nosotros en la lancha de madera en la cual nos habíamos subido, también había fotografías de la flora y la peligrosa fauna. Max había arriesgado su valiosa vida sólo para tomarle una foto a la culebra que había pasado por nuestra cabaña a despedirse de nosotros.
Las últimas fotos eran del mar del Plata, nuestro ultimo destino. El precio por noche del hotel era… ¡Exorbitante!
- ¡¿Cuánto?! – dije – Queremos pasar una noche, no vivir aquí.
- Sí, es un poco caro.
- ¿Sólo un poco? – la rata miserable (que creía había superado esa etapa) volvió – Vamos Max, dormiremos en la playa.
Para cuando estábamos en el ascensor seguía indignada por el hecho de que Max hubiera aceptado pagar semejante suma de dinero por una sola noche, sin embargo, cuando la joven nos enseñó nuestra habitación entendí por qué. Me sentí como si fuera una prestigiosa neurocirujana casada con un importante empresario dueño de hoteles internacionales que podían darse lujos como esos. La habitación era una obra maestra. Cada detalle era perfecto, la temperatura de la habitación era la adecuada, la vista del balcón era como si estuviera acostada en una esponjosa nube del cielo mirando a los simplones mortales. Toda la costa con las luces de los altos edificios y el movimiento de las olas estaba frente a nuestros ojos.
Editado: 15.08.2022