Ahora ella está sentada en la puerta de la residencia, en un pequeño banco de madera. Es un día soleado pero hace frío. Lleva un vestido de flores, se ha puesto sus zapatos favoritos y en su mano agarra con fuerza un pequeño cuaderno que no deja ni a sol ni a sombra.
Tiene 80 años. Está sola y sabe que lo va a estar. Ella eligió, tomó decisiones, quién sabe si acertadas o no, pero hizo lo que pudo, siempre intentó hacerlo, pero los resultados rara vez fueron los que ella esperaba y por esa razón un sentimiento de culpa la persigue, aunque ahora no le da demasiada importancia pues sabe que hizo lo que tenía que hacer.
Siempre tuvo buena memoria, especialmente a la hora de recordar instantes pasados, olores, rostros, sensaciones. Todo aparecía ante ella con una claridad tal que parecía que estuviera viviéndolo en ese instante y a veces sentía, quizá por esa capacidad, que había momentos que se repetían en su vida, era como un déjà vu. Pero, paradójicamente, olvidaba lo que había hecho un minuto antes, por ello ese cuaderno ajado nunca se separaba de ella, dormía bajo su almohada y era el único objeto que no escondía por miedo a no recuperarlo, tan celosa era al guardar las cosas que amaba que le costaba encontrarlas cuando las buscaba.
Miró hacia la verja y deseó abrirla y marcharse de nuevo, como lo hizo una vez en su vida. Muchos de los residentes querían irse, como ella, pero la diferencia estaba en que, en su caso, sabía que no podía hacerlo, no tenía dónde ir, ni con quién, aún era capaz de darse cuenta de ello. Estar allí le parecía una cárcel, como al resto de los ancianos, por esa razón, cuando había alguna oportunidad de escaparse por la verja abierta por descuido, alguien se colaba al exterior y debían ir a buscarle. Pero ella no lo hacía, ella podía salir si lo deseaba, pero casi no lo hacía porque sabía que su realidad era estar allí.
Todo era un contínuo, no había novedades, nada reseñable, nada que pudiera ilusionar, solo la espera, los días sucediéndose, mientras escuchaba frases a su alrededor que la inquietaban, «¿Están todos muertos?» decía aquella mujer ciega. Aquellos días tan largos y tan cortos al mismo tiempo. Aquella soledad en medio de tantos recuerdos que a veces se confundían con la realidad. Ese era el motivo por el que apuntaba en su cuaderno detalles pasados que brotaban de vez en cuando, para que no se le escaparan.
Cuando aquella joven se acercó a ella y le dijo, «¿buenos días, me cuentas algo de tu vida?», Lola asintió, sonrió y se levantó agarrando su brazo. Sabía que la psicóloga quedaría sorprendida.