El amanecer bañaba el pueblo con una luz suave, disipando la oscuridad de la noche anterior. Las calles comenzaban a llenarse de actividad, pero en un rincón más apartado, cuatro figuras infantiles se movían entre las sombras, con pasos rápidos y silenciosos. Diaval, Ryuho, Hiroshi y Natter habían regresado al lugar donde la noche anterior habían visto las misteriosas figuras encapuchadas. Ahora, el camión estaba listo para partir, y ellos sabían que era su última oportunidad para detenerlo.
—Todo tiene que salir bien esta vez —dijo Diaval con determinación mientras miraba a sus hermanos—. Solo tenemos que sacar esas cajas y descubrir qué esconden antes de que se vayan.
Ryuho asintió, más serio que nunca.
—Lo sabemos, pero necesitamos ser rápidos y cuidadosos. No podemos permitirnos fallar.
Hiroshi, con las manos en los bolsillos y bostezando levemente, solo murmuró:
—Con que no tengamos que correr mucho, todo estará bien.
Natter permanecía en silencio, sus ojos fijos en el camión y los encapuchados que comenzaban a moverse alrededor de él, asegurando las últimas cajas y preparándose para partir.
Los niños se movieron con rapidez, acercándose al vehículo sin ser detectados. Diaval, como siempre, fue el primero en actuar. Sigilosamente, se deslizó entre las cajas, buscando una forma de abrir una y ver qué había dentro. Pero en su entusiasmo, no calculó bien sus movimientos. Sin querer, tropezó con el borde de una caja y perdió el equilibrio, cayendo de lleno en el interior de una de las grandes cajas de madera.
—¡Diaval! —exclamó Ryuho en un susurro urgente, mirando cómo su hermano desaparecía entre las sombras de las cajas. No podían creer lo que acababa de pasar.
Hiroshi y Natter intercambiaron miradas preocupadas.
—Esto no estaba en el plan —dijo Natter, intentando mantener la calma.
—Nunca lo está cuando se trata de Diaval —agregó Hiroshi, ya acostumbrado a las travesuras de su hermano.
Sin perder más tiempo, Ryuho y los demás se apresuraron a escabullirse dentro del camión para ayudar a Diaval. Se movieron con rapidez, trepando entre las cajas, tratando de localizar a su hermano. Finalmente, lo encontraron luchando por salir de la caja donde había caído, cubierto de polvo y con una mueca de frustración.
—¿Qué haces aquí? —le preguntó Ryuho con el ceño fruncido mientras lo ayudaba a salir.
—¡No fue mi culpa! —respondió Diaval, aunque no parecía demasiado convencido—. Solo... no calculé bien el salto.
Justo cuando lograron sacar a Diaval de la caja y estaban listos para escapar, un estruendo sacudió el suelo. El camión comenzó a moverse, y el motor rugió con fuerza.
—¡Se están yendo! —exclamó Natter, alarmado.
El vehículo arrancó sin previo aviso, sacudiendo a los niños que aún estaban dentro. Ryuho miró a los demás con urgencia.
—¡Tenemos que salir de aquí ahora!
Pero ya era demasiado tarde. El camión había empezado a alejarse del pueblo, aumentando la velocidad a medida que avanzaba por el camino de tierra. Los niños, atrapados entre las cajas, intercambiaron miradas de pánico.
—¡Nos estamos alejando del pueblo! —gritó Diaval, asomándose por una pequeña rendija y viendo cómo las casas se hacían cada vez más pequeñas en la distancia.
Ryuho cerró los ojos un segundo, respirando hondo para calmarse.
—Bien... —dijo finalmente—. Parece que ahora no tenemos opción. Tendremos que seguir adelante y ver a dónde nos llevan.
—Es mejor que correr —murmuró Hiroshi, aunque su tono reflejaba una ligera preocupación.
Diaval, por su parte, sonrió con esa chispa de emoción que siempre tenía en situaciones complicadas.
Gemma estaba en la cocina, ordenando los platos de la última comida que había preparado, pero su mente estaba en otra parte. Los niños no habían vuelto, y el tiempo que habían pasado fuera ya superaba con creces lo esperado. El viaje al pueblo no debía tomar más de un día, pero ya iban tres desde que salieron, y la preocupación comenzaba a apoderarse de ella. Caminaba de un lado a otro en la enorme casa del árbol, mirando constantemente por la ventana, esperando ver alguna señal de ellos.
—Algo no está bien... —murmuró para sí misma, mientras sus dedos jugaban nerviosamente con un mechón de su cabello.
Los árboles a su alrededor se mecían suavemente con el viento, y el sonido relajante de las hojas no conseguía calmar su inquietud. Los había criado como suyos, y sabía que, aunque eran capaces de cuidarse, siempre había el riesgo de que se metieran en algún tipo de lío. Especialmente Diaval, con su tendencia a lanzarse de cabeza en cualquier situación sin pensarlo dos veces.
Suspiró, acercándose nuevamente a la ventana, cuando algo en el aire captó su atención. Una pequeña pluma negra flotaba, descendiendo lentamente frente a su ventana. Al verla, su corazón se aceleró. Reconocería esa pluma en cualquier lugar: era de Diaval.
Gemma abrió la ventana de par en par y tomó la pluma en sus manos, observándola de cerca. El viento la había traído desde algún lugar distante, y su intuición le decía que era una señal. No era una simple coincidencia. Algo les había sucedido, y ahora sabía en qué dirección buscar.
—¡Diaval...! —murmuró con el ceño fruncido, sus pensamientos acelerándose mientras las posibilidades se acumulaban en su mente.
Sin perder más tiempo, salió rápidamente de la casa del árbol. Sentía que el tiempo se le escapaba de las manos. Extendió sus alas negras y poderosas, dejándolas desplegarse con un movimiento suave y decidido. El viento las envolvió, y sin vacilar, se lanzó al aire, elevándose por encima de los árboles.
Desde el cielo, Gemma pudo ver más allá del bosque que rodeaba su hogar. Y entonces, lo vio. A lo lejos, en el camino que se alejaba del pueblo, un par de vehículos avanzaban, levantando polvo a su paso. El viento le trajo otro rastro, pequeñas plumas negras que volaban desde uno de los vehículos, dispersándose en el aire. No había duda, Diaval y los otros estaban allí.