El sol ya había descendido por completo, dejando al desierto envuelto en sombras profundas. El aire se volvía más frío a medida que la noche avanzaba, pero la tensión entre los niños seguía ardiendo. Diaval, Natter, Hiroshi, y Ryuho se encontraban aún atados y exhaustos, sin poder moverse. Las heridas de Ryuho seguían empeorando, y la desesperación comenzaba a invadirlos.
El sonido de motores se acercaba en la distancia, rompiendo el silencio. Un grupo de hombres armados, vestidos con las mismas túnicas blancas que Dánae había visto antes, apareció sobre las colinas. Caminaban con pasos firmes, portando rifles y con expresiones de absoluta frialdad. Al llegar al camión, no intercambiaron palabras con Dánae, solo se movieron en silencio, listos para ejecutar su tarea.
—Aquí están —dijo Dánae con desdén, mirando a los cuatro niños como si fueran simple carga—. Vamos a subirlos.
Los hombres no perdieron tiempo. Con movimientos precisos y entrenados, tomaron a los niños, uno por uno, arrastrándolos sin cuidado hacia los vehículos que habían traído. Las ataduras en sus cuerpos impedían cualquier intento de escapar, y la fuerza de los hombres los hacía parecer completamente indefensos.
Diaval intentó luchar, pero sus esfuerzos fueron inútiles. Los hombres lo levantaron como si no pesara nada y lo lanzaron al interior de una camioneta oscura. Natter, Hiroshi, y Ryuho siguieron el mismo destino, con sus cuerpos lanzados dentro de los vehículos, sin ninguna oportunidad de resistirse.
El ambiente era sombrío, y el sonido de las puertas de los autos cerrándose resonaba con fuerza en la fría noche del desierto.
Dánae, con su mirada fija en los niños desde afuera, no mostró ninguna expresión de empatía o duda. Simplemente observó cómo los hombres armados aseguraban las puertas y revisaban las ataduras de los niños, asegurándose de que no pudieran escapar.
—¿Qué planeas hacer con nosotros? —preguntó Diaval, su voz rasposa por el esfuerzo y la furia. Aunque estaba agotado, su determinación no había disminuido.
Dánae lo miró desde el borde de la camioneta antes de subirse a otro vehículo cercano, acompañando al grupo.
—No soy yo quien decide eso —respondió con frialdad—. Solo me aseguro de que lleguen donde deben estar.
Con esa última respuesta, Dánae se subió al auto que estaba frente al camión, su figura desapareciendo dentro del vehículo. El motor rugió, y en cuestión de segundos, la caravana de autos comenzó a moverse por el terreno desértico.
Natter, que estaba tirado junto a Diaval en el interior del vehículo, miró con rabia contenida mientras el paisaje desértico comenzaba a pasar velozmente por las ventanas sucias de la camioneta. A su lado, Hiroshi y Ryuho intentaban mantener la calma, aunque la incertidumbre y el miedo comenzaban a apoderarse de ellos.
—No puede terminar así —murmuró Ryuho, entre jadeos de dolor—. Debemos encontrar una forma de salir de esto.
—Lo haremos —susurró Diaval, con los ojos entrecerrados y la mente trabajando a toda velocidad—. No importa dónde nos lleven, encontraremos la manera de escapar.
Pero, por ahora, solo podían esperar, con el sonido de los motores y la noche avanzando, sin saber cuál sería su destino ni quién estaba realmente detrás de todo este oscuro plan.
Los autos avanzaban velozmente por el desierto, levantando nubes de polvo bajo el cielo oscuro y estrellado. El terreno rocoso y seco pronto dio paso a una enorme colina que se erguía imponente frente a ellos. Los niños, atrapados en el interior del vehículo, observaban con preocupación cómo el paisaje cambiaba. La colina parecía completamente desprovista de vida, como si fuera solo una formación rocosa más en medio del desierto.
Diaval, Natter, Hiroshi, y Ryuho permanecían en silencio, sus cuerpos agotados, pero sus mentes trabajando sin descanso. Sabían que estaban siendo llevados a algún lugar secreto, y la incertidumbre sobre lo que encontrarían allí solo hacía que la tensión en sus estómagos creciera.
—¿Qué crees que hay ahí? —preguntó Hiroshi en voz baja, rompiendo el silencio. Su voz estaba cargada de duda.
—No lo sé, pero no puede ser nada bueno —respondió Natter, con los ojos fijos en la colina.
Cuando los vehículos se acercaron a la base de la colina, algo extraño comenzó a suceder. Una estructura metálica empezó a revelarse entre las sombras. A simple vista, la colina parecía sólida, pero al llegar más cerca, los niños vieron una enorme puerta de acero que estaba completamente camuflada contra la roca.
La puerta era enorme, imponente, y claramente no era algo que cualquiera pudiera notar sin saber dónde buscar. Los autos se detuvieron brevemente frente a ella, y de repente, un chirrido mecánico rompió el silencio del desierto. Los niños vieron cómo la enorme puerta metálica comenzaba a abrirse lentamente, dejando al descubierto una oscura entrada hacia lo que parecía ser una base subterránea.
—Esto no me gusta nada —murmuró Diaval, su voz cargada de inquietud.
Ryuho, aún adolorido por sus heridas, observaba con preocupación cómo la puerta se abría ante ellos. Sentía un frío en el estómago, una sensación de que algo terrible los esperaba del otro lado.
—Están escondiendo algo aquí —dijo Ryuho, sus ojos fijos en la puerta—. Algo grande.
La luz de los faros de los autos iluminaba el interior de la entrada. Un largo túnel se extendía hacia las entrañas de la colina, rodeado de paredes metálicas y cables que colgaban del techo. El sonido de las puertas de los autos abriéndose se escuchó cuando los hombres armados, junto con Dánae, salieron para revisar el cargamento y asegurarse de que los niños no pudieran escapar.
Los vehículos avanzaron lentamente por el túnel, mientras la puerta metálica se cerraba detrás de ellos con un estruendo final, sellándolos dentro de lo que ahora parecía ser una prisión subterránea.
Natter tragó saliva, mirando a sus compañeros. Aunque las cuerdas seguían firmemente atadas a sus muñecas, sabían que tendrían que actuar pronto.