Escritober (reto de octubre)

Día 11: Estrellas fugaces

Narra Shadow

Cuando era niño, solía pasarme las noches observando las estrellas. Ellas, tan lejanas y brillantes, parecían darme un refugio o un lugar al que pertenecer. No me importaba que el frío pelase mi piel y que la humedad de la noche me abrigase. Solo miraba hacia arriba y soñaba, ensimismado. Les confiaba mis secretos y mis temores, y fingía que me escuchaban y cumplirían mis deseos. Cuando una de ellas caía, rayando el negro cielo, creía que realmente me habían oído y me mandaban una señal. Con la inocencia de la niñez, soñaba agarrarme a esa estela de luz y viajar por el firmamento. Así conocería a las estrellas y les preguntaría qué hacían para brillar así.

Yo también quería brillar. Yo también quería demostrar que tenía luz, a pesar de serlo que soy.

Me sentía identificado con las estrellas. Estaban condenadas a la oscuridad, y el día las hacía desaparecer. Pero aún así, cuando la noche caía, brillaban orgullosas en el firmamento, salpicando de brillo y luz aquel negro manto. Brillando más hermosas que el sol. Y no estaban solas. Se hacían compañía entre ellas y a veces en cada titileo podía sentir que sonreían, aunque fueran solo las imaginaciones de un niño. Y cuando las miraba, me sentía también menos solo. Ellas hacían desaparecer aquellas voces y podía fingir que era alguien normal, sin monstruos. Ellas no me juzgaban.

Pero la soledad quedaba totalmente atrás y distante cuando él las observaba conmigo. Aquel príncipe que acabó siendo mi mejor amigo, jugaba a contar las estrellas conmigo. Él sabía cuánto me gustaba verlas, y a veces me contaba historias que él mismo se inventaba. En ellas, a veces las estrellas eran hadas que habían sido atrapadas en el cielo, y que solo conseguían escapar convirtiéndose en estrellas fugaces. Otras veces, eran los espíritus de todos aquellos que estuvieron antes que nosotros, que nos cuidaban desde el cielo. Y otras eran gotas de magia que los dioses habían dejado caer sobre el firmamento, y que eran capaces de cumplir cualquier deseo si llegabas hasta ellas.

Yo sonreía mientras escuchaba a aquel niño contarme cuentos. Yo era feliz y soñaba. Yo era una estrella condenada a la oscuridad, pero nadie me dejó brillar excepto Orym.

La noche más feliz de mi vida fue, sin duda, aquella en la que mi amigo me llevó a un enorme claro. Él me dijo que habría una sorpresa. Que vería algo que nunca había visto...

—¡Tu sorpresa está en el cielo, Shadow —dijo aquel niño, con ojos brillantes—.¡Te va a gustar mucho!

—¿En el cielo? —pregunté, extrañado. Mi amigo asintió y cogió mi mano. Recuerdo que la suya era cálida, al contrario que la mía. Señaló al cielo con seguridad.

Y las vi. Las estrellas fugaces. Mi corazón dio un vuelco y casi sentí entrar en un bello sueño. En un mundo irreal de brillo y luces. Ellas estaban ahí. Aparecían y desaparecían, como ilusiones. Como susurros del cielo. Como trazos de magia. Se derramaban como lágrimas de luz. Eran estelas blancas que se desvanecían rápidamente, como si jugaran al escondite. Eran libres y desafiaban a las estrellas que seguían quietas. Eran muchas. Eran tantas. Y caían. Y yo las contaba. Y Orym reía o decía mi nombre cuando volvía a aparecer una. Y otra. Y otra.

Casi parecía que la noche lloraba, y con su llanto parecía prometer deseos cumplidos. O quizás estaba triste por aquellos que no se pudieron cumplir.

Yo también lloré. Porque nunca había visto tantas. Porque parecían llamarme para que no estuviera triste. Porque alejaban a las voces y a mis miedos. Porque me llenaban de esperanza. Porque brillaban más que nunca y yo quería atraparlas con mis manos. Porque quería pedirle mil deseos pero no sabía cuales. Porque era mágico. Y porque fue Orym quien me las había mostrado.

—¡El cielo está feliz y llora de alegría! —dijo mi amigo, mirándome—. ¿Estás feliz también, Shadow?

—Sí... ¡Soy muy feliz, Orym! ¡Quiero atraparlas a todas!

Risas. Manos unidas mientras observábamos como el cielo lloraba. Como las estrellas caían y volaban. Todo en aquel momento era magia. Luz de estrella. Eran sueños. Eran deseos de infancia. Eran nuevos cuentos.

Éramos niños que imaginaban perseguir estrellas fugaces y viajar por el espacio aferrados a ellas. Éramos niños que solo querían ser felices y soñar.

Ya en mi exilio, cuando me encontraba solo en estas tierras muertas, a veces las veía de reojo. Con el pasar de los años había dejado de mirar las estrellas, pues su luz ya no me llenaban como antes. Me convertí en solo una sombra oscura y dejé de ser una estrella, así que ya no había lugar para mí entre ellas. Por eso ya no quería verlas. Y porque me hacían recordar, como ahora.

Pero cuando, en un acto inconsciente, miré al firmamento y vi aquella estrella fugaz, mi mente evocó aquellas épocas. Las comisuras de mis labios tiraron hacia arriba. Quise sonreír. Quise recordar. Quise volver atrás. Quise imaginarme a Orym mirando también esa estrella caída.

Pero no lo hice. Los malos no merecemos sonreír de sana felicidad. No nos conviene evocar viejos tiempos, ni sentimientos pasados. Porque nos vemos de nuevo vulnerables. Porque no podemos dejar que el enemigo vea nuestras fisuras. Porque debemos permanecer en la oscuridad, fuertes y fríos, y no podemos asomarnos de nuevo a la luz ni aunque sea por un recuerdo.

Por eso dejo de mirar al cielo y alejo los fantasmas de esos niños de mi cabeza. Forman parte del pasado. Un pasado ya muy lejano. Muy roto. Muy atrás. Salgo de la sala de mi oscuro trono y me voy a la cama, volviendo a ser aquel ser ruin que ahora soy. Volviendo a odiar a Orym y al mundo.

Sin embargo, la imagen de aquellas estrellas fugaces invaden mis sueños. Un príncipe cuenta un cuento sobre una estrella que cayó del cielo.



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Editado: 31.10.2020

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