MI SUK
—Voy a un crucero transatlántico que zarpa en cinco días.
Mi padre dejó de comer.
Su esposa, Eun Ji, arqueó una ceja.
—¿Cómo dices? —su voz grave no sonó nada cómoda. Se relamió los labios antes de fruncir el ceño y fijar la mirada en mi rostro—. La cena para celebrar el título universitario de Jung Su será el día catorce de este mes, ¿y tú pretendes irte lejos?
Desvié la mirada.
No podía explicarles por qué era más importante estar en aquel crucero transatlántico que en la celebración del logro académico de mi hermano mayor; tampoco por qué me sentía mejor en cualquier otra parte del mundo que aquí, con ellos, atrapada en la capital de Corea del Sur. Trataban de no evidenciarlo, pero saltaba a la vista que yo nunca sería parte de esta familia. Siempre llevaría la etiqueta de intrusa.
—Kang Dae, no te alteres —dijo Eun Ji con inquietud.
Sabía por qué se angustiaba.
Un par de años atrás, a mi padre le habían diagnosticado un problema cardíaco que, aunque no lo tenía anclado a una cama de hospital, requería constante observación clínica. Era un padecimiento grave, pero él nunca había aceptado ningún tipo de intervención quirúrgica. Se limitaba a tomar medicamentos.
—Lo he pagado yo con lo que he trabajado como asistente en el último año en la empresa de consultoría, así que técnicamente no me lo están regalando. No es por capricho; quiero hacer este viaje porque… necesito aclarar mis ideas para decidir qué estudiar o qué hacer con mi vida —repliqué sin titubear (por supuesto, lo último no era del todo cierto; mis aspiraciones estaban apagadas)—. El crucero saldrá el diez de este mes desde Lisboa, Portugal, y llegará el día veinticuatro a Fort Lauderdale, Florida. Tomaré un vuelo a Seúl desde Miami esa misma tarde. Ya lo tengo reservado.
—Mi hermana ya tiene veintiún años, que haga lo que quiera, ¿no les parece? —opinó Jung Su, con quien solo compartía lazo sanguíneo por el lado paterno. Esto se evidenciaba en la poca similitud de nuestros rasgos, a excepción del cabello liso y oscuro de ambos; esa era la única característica que nos identificaba.
Supuse que Jung Su intervino solo para fastidiar, pues apenas estaba interesado en la conversación; parecía apuntar algo importante en su celular. Con casi veinticinco años, ya se había graduado de la universidad y era el brazo derecho de mi padre en su empresa de consultoría, una de las mejor valoradas en el sector. Jung Su era el orgullo de la familia Park.
Volví la atención a mi padre.
Su mirada café e iracunda me atravesó.
—Es increíble —expresó con tono seco—. Sabes lo que significan este tipo de celebraciones para nuestra familia, pero está bien. Puedes irte y hacer lo que te plazca. No voy a detenerte.
Asentí con dureza.
Sabía que, fuera de las apariencias, a mi padre biológico yo no le importaba tanto como hacía ver. Esto tenía una explicación: cuando aparecí de manera repentina en su vida, con catorce años, no le quedó más opción que hacerse cargo de mí y reconocerme (en parte, por la impetuosa presión de mi madre y, por otro lado, por el único resquicio de humanidad en su frío corazón); años atrás, cuando mi madre le notificó que tenían una hija en común, él no quiso saber mucho sobre mí, pues estaba casado y tenía un hijo. Para resolverlo, se limitó a darle una gran suma de dinero a cambio de nuestra ausencia (lo que mi madre se vio obligada a aceptar, pues en aquellos años, como chef de cocina española y coreana, estaba pasando por un mal momento económico). Pero eso no cambió nada, tampoco lo mejoró.
Mi madre me crio sola.
Solo hasta que fue diagnosticada con cáncer de estómago y supo que iba a morir pronto, él me aceptó, pues no me quedaba nadie más. Mi madre, criada en el seno de una familia violenta, escapó a los veintitrés años de la ciudad de Barcelona y comenzó una nueva vida en la urbe surcoreana cuando se le presentó una valiosa oportunidad. A lo largo de los años, su vida siempre fue solitaria, aunque también estuvo llena de aventuras. Era su forma de vivir: disfrutaba de las experiencias, pero no se aferraba a ninguna.
Así que, a consecuencia de ello, ahora solo tenía un padre que fingía amarme, una fría madrastra y un indiferente hermano mayor. Las cosas eran neutras con Jung Su, pero al menos no fingía quererme. Para él, yo no era importante, y no se molestaba en ocultarlo.
—¿Puedo retirarme de la mesa?
Sin esperar respuesta, subí las escaleras de mármol y me encerré en mi habitación. En público, solía fingir que tenía una vida perfecta y que me sentía afortunada por pertenecer a la acaudalada familia Park. En realidad, solo lo hacía para no tener que conversar y hablar sobre las cosas que dolían.
Me derrumbé en mi cama.
Traté de despejar todo aquello de mi mente.
Para el once de octubre, dentro de seis días, ya estaría a bordo de un crucero transatlántico que me llevaría muy lejos de todo lo que aquí me rodeaba.
Eso era lo único que importaba.
Mi madre y yo, hacía ocho años, habíamos hecho una especie de pacto: año tras año, haríamos algo especial en una misma fecha. Por eso creamos una lista de aventuras que viviríamos cada once de octubre durante la próxima década, con la idea de renovarla después; pero ella murió y solo alcanzamos a cumplir la primera de aquellas aventuras. Ocho meses después, poco antes de mi cumpleaños número catorce, ella partió. El cáncer fue un asesino silencioso y letal.