MI SUK
Lisboa.
Luego de un larguísimo vuelo con varias escalas, finalmente ya me encontraba en la capital de Portugal. El viaje me había dejado un terrible cansancio a pesar de haber dormido más de la mitad del trayecto, así que lo primero que hice fue ingerir un buen desayuno para así poder recuperarme; por otro lado, gracias a mis instintos de planificación de viajes, pude desplazarme sin mayores problemas hasta el puerto donde zarparía el crucero transatlántico, aunque aún faltaban poco más de cuatro horas para embarcar. Además, ya había hecho el check-in en línea tres días antes.
Hasta entonces, tenía dos horas libres para pasear por la ciudad, pues tendría que volver al puerto con tiempo de anticipación (para todo, prefería ser precavida y así no sufrir inconvenientes). Nunca había pisado tierras portuguesas, por lo que todo era nuevo y fascinante para mis ojos. La tarde se anunciaba feliz, cálida, con un cielo parcialmente nublado. Era una tarde espectacular para el inicio de una aventura marítima.
—¡Deberíamos subir algún día a uno de esos buques gigantescos! —exclamó en español una niña pequeña que pasó cerca de mí; a su lado, iba una chica mayor de cabello rubio y rizado—. ¡Hay que hacerlo el próximo año!
Con la mochila (mi único equipaje) aferrada a mi espalda, sonreí mientras avanzaba por el camino que me llevaría hacia el tranvía para llegar al mirador Portas do Sol según el GPS de mi celular. Aunque podía planificar a la perfección, no tenía una excelente memoria y a veces era despistada, por lo que cada dos minutos verificaba si aún seguía el rumbo correcto. En cuanto a lo demás, la ciudad me parecía preciosa. Llena de luz, azulejos en las construcciones y con cierto aire melancólico, las casas bajas y el suelo empedrado constituía todo lo que cualquiera podría anhelar para una estadía de descanso, perfecto para desconectar del frenesí urbano de Seúl que nunca se detenía.
Todo era bello, sin duda, pero... también un poco triste.
Mi madre amaba los colores.
Y este lugar tenía demasiados.
Así, luego de algunos minutos de caminata en una ciudad única y ajena, me subí al tranvía indicado y elegí un asiento en la última fila. Me puse mis audífonos blancos de casco (me gustaban más que los inalámbricos) y me dediqué a ver el panorama a través de las ventanillas. Era algo extraño de pensar, pero, mientras afuera el ritmo vertiginoso de la ciudad seguía su pulso, mi mundo interno estaba detenido y tan solo se reducía a la canción de K-pop que sonaba en mis oídos como mi única compañía. La vida transcurría para cada transeúnte que contemplaba, excepto para mí, que solo deambulaba sin siquiera ser consciente del paso del tiempo frente a mis ojos.
Los días eran iguales.
Vacíos, solitarios, simples.
Me sentía desterrada del mundo; sin embargo, en lo profundo de mis adentros, aún guardaba una esperanza, un cambio mágico... Algo que transformara el curso gris de mi vida. Era penoso no poder disfrutar de lo que podía ofrecer incluso una metrópoli tan bella como Lisboa.
Cuando bajé del tranvía, no pude evitar sentir un nudo amargo en el pecho, y es que debería sentirme dichosa y afortunada por tener la oportunidad de conocer otros lugares a miles de kilómetros de Seúl. Lo intentaba, en verdad que lo hacía, pero no era fácil contrarrestarlo: la tristeza me acompañaba como una especie de cobija invisible para los demás, tan palpable para mí y tan desdibujada para otros.
Inspiré hondo y avancé hacia el límite del mirador, cerca de la baranda, que se alzaba impresionante en pleno corazón de Alfama. El horizonte era increíble, tanto, que incluso se reflejó la emoción en mis ojos lagrimosos. Sin percatarme de nada más, ni de las personas que llenaban las mesas y los espacios de la terraza, solo pude concentrarme en las casas pastel, los tejados rojos, la construcción de la iglesia y parte del océano.
Una sensación extraña me invadió.
En este instante, todo pareció ser posible, incluso la probabilidad de una felicidad que ya no podía imaginar. Entonces, la presencia a mi lado de un anciano con una guitarra de madera me animó a bajar el volumen de mis audífonos, pero no me los quité; eran la mejor barrera que tenía para no tener que hablar con nadie en todo lugar al que iba.
Así fue como pude disfrutar del paisaje y de la armoniosa canción en portugués que el músico cantaba hasta que me perdí en aquel sonido de fondo que pudo iluminar, por algunos minutos, cada rincón del mirador.
Y también de mi alma.
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