MARLON
Era el onceavo día.
Habíamos llegado a tierra firme.
Específicamente a la ciudad de San Juan, Puerto Rico; se trataba del último puerto que visitaríamos antes de arribar en Fort Lauderdale. El final acechaba, pero aún no quería pensar en la despedida, y en lo que entonces tendría que confesarle a Leah sobre mi verdadera identidad; por ello, trataba de concentrarme en disfrutar del finito presente.
Aquel día estaba despejado, soleado y húmedo.
El transatlántico había arribado al puerto de cruceros cerca de la bahía de San Juan y los pasajeros ya habían descendido por las pasarelas. Eran las ocho de la mañana y tendríamos tiempo hasta las cinco de la tarde, por lo que podríamos hacer varias cosas antes de regresar al barco. Algunos turistas se decantaron por recorrer la capital con guías establecidos, mientras que otros lo hicieron por sus propios medios. Nosotros fuimos parte del segundo grupo.
—¿Estás seguro de que no vamos a perdernos? —preguntó Leah con desconfianza mientras estudiaba todo a su alrededor—. No me gusta perseguir a un montón de gente, pero tampoco tengo la mejor orientación y memoria. Por eso siempre lo tengo todo planificado: ya tenía comprado un recorrido en este puerto. Tú has cambiado el plan.
Leah llevaba zapatillas deportivas y un holgado vestido café, también un bolso blanco cruzado que hacía contraste con su cabello y que le venía de maravilla. A la vez, me percaté de que no traía sus habituales audífonos de casco; de hecho, apenas los había utilizado desde que habíamos acordado ser compañeros de viaje.
Eso me gustaba.
Significaba mucho.
Por mi parte, yo había elegido una bermuda café y una playera blanca con mis habituales tenis para recorrer largas distancias; también, como casi siempre, llevaba mi cámara colgada del cuello. No iba a perderme la oportunidad de retratar nuevos paisajes.
—Hice un pequeño recorrido con ayuda de esta guía que me dieron antes de bajar del buque; además, tenemos el GPS —informé mientras señalaba con el índice una cara del pequeño folleto que llevaba entre manos—. Si no me equivoco, debemos caminar en esta dirección para llegar al Paseo de la Princesa, un recorrido en el que hay varias cafeterías, tiendas y artesanías; allí podríamos desayunar algo antes de llegar al Castillo de San Felipe del Morro y, finalmente, tomar un taxi y concluir en Condado Beach.
Leah se llevó una mano a la frente para protegerse de los primeros rayos del sol que ya comenzaban a calentar la piel. Aún no mencionaba nada sobre la noche anterior en mi camarote, y yo tampoco me atrevía a hacerlo. Ambos fingíamos que no había ocurrido. Supongo que era una manera de protegernos contra lo que estaba emergiendo con tanta naturalidad entre nosotros. Y aunque yo me moría de ganas por hablarlo, solo me contenía porque no quería arruinarlo.
Lo que sí me aterraba era perder su rastro.
—Está bien, entonces... vamos.
Leah adelantó el paso.
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Luego de largos minutos de caminata, el sudor nos corría a ambos por las cienes y la ropa empezaba a pegarse al cuerpo. Los rayos del sol comenzaban a ser más intensos sobre nuestras cabezas, por lo que decidimos detenernos en la terraza de una pequeña cafetería tradicional para desayunar. Sin embargo, antes de subir las estrechas escaleras, me acerqué a un minúsculo local de coloridos sombreros para sol.
—¿Es para su novia? —preguntó en inglés el canoso señor que llevaba cientos de bolsillos en su desgastado pantalón—. En ese caso, creo que le encantará algo como esto.
El hombre, casi sin mirar, me tendió un sombrero verde limón con un gran moño blanco y bordes dorados. Apreté los labios. Sabía que a Leah no le gustaban los colores, y menos los que eran bastante llamativos.
—¿No tendrá... algo más discreto?
—¿Algo más discreto? —el hombre frunció el ceño—. Como puede ver, yo solo vendo sombreros coloridos. Si necesita algo con menos color, puede buscar en otros locales.
—No. Me llevo este.
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No había rastro de Leah.
Pero la había visto subir estas escaleras.
El lugar era un poco agobiante, con varias mesas ocupadas por turistas (en su mayoría extranjeros que hablaban inglés y otros idiomas), por lo que el sitio estaba lleno de risas, murmullos y música urbana de fondo. La busqué con cierta inquietud. Y cuando estuve a punto de creer que, por alguna razón, ella había abandonado la terraza, logré divisarla en el rincón más apartado.
Fue como en el mirador de Lisboa.
Tuve la misma sensación.
En soledad, apoyada en la barandilla de madera, Leah miraba con fijeza hacia un punto perdido a lo lejos; y así, sin más, su alrededor brillaba. Una especie de magia silenciosa la envolvía como si de un manto natural se tratase, y yo no podía hacer otra cosa que admirarla. Sin titubear, respiré el aire húmedo y sujeté con fuerza el sombrero antes de llegar a su lado. Ella se percató de mi presencia de inmediato y se volvió hacia mí.
Sus ojos se clavaron en el sombrero.