Abrí mis ojos como queriendo no despertar, me trasnoché la noche anterior, el culpable un libro que entre más capítulos leía lo quería seguir leyendo. Hasta que el café dejó de hacer efecto y caí sin darme cuenta en los brazos de Morfeo. Me quedé dormido con él en mi pecho, creo que la pasta de mi libro y algunas hojas no podrán decir que pasaron una buena noche, es más, contarán que pasaron la peor noche de su vida en manos de la persona que creían que las amaba. Algunos personajes aunque quisieron escapar no lo lograron, fueron aplastados por un gigante que daba vueltas de lado a lado. Sentí que algo estorbaba debajo de mi espalda, se me vino a la mente la peor de las desgracias, el naufragio de un barco por una tormenta. Las olas se estrellaban contra la embarcación haciéndola perder de rumbo, la brújula no pudo indicar la ruta de su catástrofe. El capitán todo ebrio con unas botellas de ron de su último botín que ganaron en las aguas del mar mediterráneo. Fue despertado por el marinero encargado de la proa.
-¡Capitán, capitán, capitán!- los gritos de los marineros desesperados por el miedo, por la angustia. Temieron por sus vidas, pero la tormenta hasta ahora estaba empezando, en las nubes grises en el cielo, pudieron ver que la muerte se aproximaba a ellos.
De inmediato saqué el libro, traté de arreglar algunas hojas, pero el daño ya estaba hecho. Aunque lo reparara no iba seguir siendo el mismo. Me sentía como un borracho cuando llega a su casa, que no estaba en su estado normal. Maltrataba a su familia, su esposa y a sus hijos. Al otro día al despertar se daría de cuenta que cometió el peor error de su vida. El alcohol había cumplido con su deber. Pero su familia lo vería como el ogro que se transformaba por unas cervezas. Así mismo me sentía yo.
Coloqué el libro en la mesilla de noche, me quedé más tiempo en la cama. El sol daba justo en mi cara, entrando su reflejo por la ventana, corrí la cortina. Decidí mejor levantarme, prendí la radio. Mientras escuchaba un programa radial de música de los años 80 y 90. Me traía recuerdos de mi niñez, mi madre trabajaba en casa de familia, todos los días madrugaba a dejarme el desayuno y el almuerzo hecho, ya que ella a las 6:00 a. m. salía a cumplir con sus obligaciones y regresaba hasta entrada la noche. Yo solo llegaba del colegio en las tardes a calentar la comida y a colaborar algunas labores de la casa.
Dejé la cafetera preparada mientras tomaba una ducha, en un instante el frió del agua despertó mis recuerdos, días de inviernos de mi pueblo, días lluviosos que añoramos tanto, los niños del barrio nos quitábamos la camisa y salíamos descalzos y en pantaloneta a jugar bajo la lluvia. No nos importaba nada, corriendo el riesgo que luego de la felicidad llegara una gripe. Me quedé por más de cinco minutos debajo de la regadera, cerré mis ojos y escuché las risas de mis amigos, corriendo de esquina en esquina, como cerdos felices bañándonos sobre el lodo. ¿Cuál era nuestro afán de niños por ser grandes? Si ahora de adultos le tememos a la llovizna, que no se moje nuestra ropa, los zapatos. De niños no teníamos el dinero, pero éramos felices. La felicidad no se compra ni con un gramo de oro.
Salí de la ducha, tomé la toalla, me sequé un poco y me la amarré a la cintura, me acerqué a la cafetera y me serví una taza de café que ya estaba preparado. Antes de tomar el primer sorbo quise sentir el olor de las montañas de mi Colombia, las manos trabajadoras de los campesinos que todos los días labran la tierra para hacernos llegar sus productos a las ciudades, pude ver a través del aroma, cuando recogían los granos, los ponían a secar, ese olor cuando lo tostaban y por último la molienda.
Con mi taza me paré en el balcón, observé la ciudad de lo tranquila que se veía en un día diferente entre semana, con el cielo gris pero no era de pronóstico de lluvia, pertenecía a la contaminación que el mismo se humano se ha encargado de crear, que sucios y destructores somos pensaba mientras disfrutaba de mi café. De un momento a otro, empecé a sentir un poco de ansiedad, aunque el día comenzaba bien. Pero sentía que me hacía falta algo, sobre todo porque llevaba veinte años viviendo fuera de mi pueblo.
Me gradué con honores de medicina de la Universidad Pierre y Marie Curie de Francia. Soy un hombre independiente, con una vida exitosa y creía no hacerme falta nada a mis treinta y cinco años, hasta hoy. Soy un médico reconocido.
Pero un ¿No sé qué?
Llegaba a mi mente. Esa pregunta que en cualquier momento todos nos hacemos, ¿Soy feliz? ¿Esto es lo que quiero para mi vida? y la típica, aunque lo tengo todo, ¿Estoy seguro que no me hace falta nada?
Mi vida social, - ¿Cuál vida social? -Si todos los días es la misma rutina.
Se convirtió en un cronograma, ya sé que hacer a las 8:00 a. m., o a las 4:30 p. m., ya todo está programado, de mi casa al trabajo y del trabajo a la casa.
Caí en un juego y me concentré en trabajar, no salía con mujeres desde hace tiempo en una relación formal. La única mujer con la que hablaba era con mi secretaria y era de tipo laboral, de vez en cuando alguna amiga para satisfacer mis necesidades como hombre.
Llegan a mí, esos recuerdos de cuando era feliz y no lo sabía, un ataque de risa. Era el momento de volver, al lugar donde fui feliz en algún momento. Como cambian tus sueños con el pasar de los tiempos, como cambias de opinión a leer un libro, viajar o conocer otra cultura. ¿En qué momento pasan tantas cosas que ni siquiera algún día planeaste? Esos sueños que tuviste a tus seis años no fueron los mismos que tenía a los dieciséis. Recuerdo muy bien cuando era niño soñaba con ser un astronauta siempre me llamó la atención el universo, donde me hubieran dejado el nombre de Charles Darwin sería perfecto. Cuando tenía quince soñaba con ser un futbolista pero no tuve el talento necesario para serlo. Menos en el pueblo que nací olvidado por el gobierno.
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Editado: 29.05.2019