Conall
Durando andando a caballo, durante algunos días, pasaron a través de la ciudad Lebalia, la capital, saliendo de la corte luna creciente. El plan de Howleen era cruzar la frontera con la corte luna menguante y prestar servicio como guardias reales, era eso o vivir en las calles. Aun no se les habían a cavado las provisiones, pero no eran suficientes, contando con que Conall se había negado a comer. Aun se sentía conmocionado y profundamente triste, ni siguiera se había atrevido a hablar, lo cual era preocupante para Howleen, quien finge que todo va a estar bien, y le anima, pero Conall es demasiado listo, para saber que en la vida no todas las veces se puede tener lo que uno quiere.
Empezó a preguntarse, porque el rey había estado buscando a su madre por tanto tiempo, y porque envió al guardia Asher, quien acabó con la vida de Rochelle, algún día obtendría respuestas, y buscaría al guardia que le había arrebatado a su madre, lo haría pagar por lo que hizo.
Conall estaba tan concentrado en sus pensamientos, que no se detuvo a observar la preciosa ciudad, ni las personas, no quería continuar su vida como si nada hubiera pasado. Howleen vendió el caballo a un buen precio, con un comerciante, eso hizo molestar más a Conall, quien no paraba de refunfuñar y adoptar una postura testaruda, mientras lo vendían, Galán había estado con el prácticamente siempre, y era su compañía cuando iba al granero a leer. Se dijo a si mismo que algún día lo recuperaría.
Pagaron dos tiquetes en carruaje, que solo los llevaría hasta cierto punto, de ahí, tendrían que viajar durante unos cuantos días más antes de llegar a Portayn la ciudad principal de la corte luna menguante, ya que el dinero no era suficiente. Mientras viajaban, Howleen saco dos emparedados envueltos, esos eran sus favoritos, su madre siempre se los hacia cuando tenía un día realmente malo, lo hacía sentir consentido y querido, no pudo evitar extrañarla y saber que no volvería a verla nunca más, oler el perfume que usaba, o escuchar la bellísima melodía de su arpa. Lagrimas recorrían sus mejillas sin poder evitarlo, que se metían en sus labios, dejando un sabor salado en su boca, mientras le daba un mordisco al delicioso emparedado.
Cuando salieron del carruaje ya era de noche, él conductor, un hombre bajito y algo regordete, con el cabello rizado oscuro, vestido con un traje impecable, con un abrigo afelpado, le entrego una lámpara de aceite a Howleen, este último le dio las gracias. Conall alzo la vista y se enamoró del hermoso firmamento lleno de infinitas estrellas, como luces parpadeantes, lo llevo a recordar la granja, a veces subía al campo completamente descalzo, permitiéndose sentir la hierba húmeda bajo sus pies, llegaba a la parte más alta, y se acostaba sobre el pasto verde, con las manos detrás de la cabeza, a preciando las hermosas constelaciones, se preguntaba si alguien en cualquier lugar las estaría viendo igual que él, supuso que nunca lo descubriría.
Los inmortales podían vivir muchos años, incluso siglos, al llegar a los treinta años de edad, dejaban de envejecer, pero una vez, si alguien lo mataba, dejaría de existir, así que no eran tan inmunes después de todo. Solían decir que si mueres y has hecho buenas acciones, tu alma se convertía en pequeñas partículas que vuelan sobre el campo y las flores, te volvías parte del bosque, como la brisa, que no puedes verla pero si sentirla. Conall quería cerrar sus ojos y comprobar si había alguna posibilidad de poder sentir a su madre, pero le dio miedo que no sucediera nada y desilusionarse, por lo que lo dejo pasar.
—la ciudad está a más de veinte kilómetros, tendremos que buscar un lugar seguro para pasar la noche—dijo Howleen, quien parecía mucho más cansado, con los ojos rojos. Pero aun así le sonrió a Conall.
Se acomodó el abrigo sobre la cabeza, y empezaron a andar, atravesando el bosque, de árboles tan altos que ya no se podía ver el cielo, algunos arbustos eran de distintos colores, las flores creaban un efecto fosforescente, algunas aves los miraban con curiosidad, en estos bosques solían ocultarse algunas hadas o elfos buenos, existían los que les gustaba hacer travesuras retorcidas, pero esos pertenecían al bosque prohibido, si entrabas no volvías a salir, hasta ahora nadie había salido para contarlo.
Cuando de repente, empezaron a caer pequeñas gotas de lluvia que se hicieron cada vez más fuertes, en definitiva esos días habían sido los peores de la vida de Conall, Howleen rápidamente oculto la lámpara dentro de su abrigo, para evitar que la lluvia la apagara.
Empezaron a correr, se oía el crujido de las hojas y ramas rotas al pisarlas, los agujeros de lodo en el suelo, empezaron a llenarse de agua, llegaron a unos árboles arqueadosque daban la forma de hacer un arco, con muchas orquídeas, no muy lejos de ahí, había una cabaña vieja de madera, con las ventanas rotas, como si no la hubieran habitado en años, incluso parecía que un árbol se hubiera caído encima de ella, con las ramas extendiéndose por todos lados, pero lo que más le sorprendió a Conall, fue ver a alguien pequeño, acostado de lado, se hallaba a un lado de la puerta, Howleen también se mostró sorprendido, caminaron con cautela, hasta que la figura se despertó, Howleen le alumbro el rostro, y el corazón de Conall latió rápidamente, su mente quedo en blanco, era como si su lengua hubiera dejado de funcionar, era la niña más hermosa que había visto en su vida, con unos grandes ojos turquesa, y un fascinante cabello entre rojo con algunas partes más oscuras que otras, con un hoyuelo en el mentón, sus labios eran en forma de corazón rosados poniéndose azules por el frio, ella estaba temblando, le iba a entregar su abrigo, pero Howleen se le adelanto, quitándose el de él. Ella frunció el ceño, tratando de parecer seria, retrocedió unos cuantos pasos, luego sacó una daga diminuta y la sujetó apretando la mano.