Yaoc Ocelopilli, el espíritu de la guerrera jaguar, olfateó el aire cuando sintió un repentino cambio de temperatura; el olor ya no era el mismo, no se sentía boscoso, como a pino; los sonidos eran diferentes, ahora escuchaba el canto de aves tropicales y el sonido de las gotas de lluvia cayendo sobre las verdes hojas de plantas que no se encontraban en los alrededores de la Gran Tenochtitlan.
Había entrado a los dominios de los antiguos hombres de Kukulkán, en territorios prohibidos para extranjeros como ella, quien, aun siendo un espíritu, corría un gran peligro si era atrapada rondando por sus caminos por algún humano, ser o dios menor. Era bien sabido que el pueblo de la Serpiente Emplumada había perdido su fortaleza cerca de medio siglo atrás y que su gente se había agrupado en pequeñas comunidades escondidas en la selva, pero seguían siendo tan difíciles como sus ancestros; eran sanguinarios y crueles, aún más que los respetados guerreros mexicas.
El sudor, mezclado con la humedad del ambiente, hizo su piel pegajosa y se sentía incómoda debajo de su armadura de pieles y plata. Unas pisadas adicionales se escucharon detrás de ella, como al acecho. El temor recorrió su cuerpo en forma de temblor, pero no se permitió invadir, debía mantener la cabeza fría por si debía actuar. Si alguien la descubría por ahí, la atraparían y la condenarían por segunda vez —y la verdad, eso le aterraba; en el primer juicio no le fue nada bien, y eso que en aquel tiempo era una simple humana. Ahora era una guerrera al mando de Mictlantecuhtli, el Señor del Inframundo, y eso no le aseguraba salvarse del fuego otra vez ni que sus pecados (aun actuados por órdenes de un dios) fueran perdonados.
Pero Yaoc comía miedo de desayuno, cada día se despertaba en su cuartel en el Inframundo, rodeada de almas en pena y de los horribles alaridos de los que sufrían las consecuencias de la ira de los dioses del Mictlán. Su vida como espíritu estaba basada en la supervivencia y en ser inquebrantable, por eso el terror que llegaba a sentir se convertía en combustible para ella.
Entonces, se espantó el temblor, recogió valor y apresuró el paso; ella tenía una misión y no podía volver al Mictlán sin completarla. Caminó entre la espesa maleza selvática, siguiendo el tenue rastro que Fémur, el Xoloitzcuintle rastreador, había dejado cuando fue enviado a investigar el paradero de cierta bestia que, según los rumores entre los dioses, varios descendientes del pueblo de Kukulkán habían visto acechando entre las cuevas de un volcán en el Sur.
Fémur se encargó de mostrarle el camino con fuegos fatuos en forma de pétalos de cempaxúchitl que solo eran visibles por los hombres procedentes del Reino del Inframundo. Para ese momento, el can ya debía estar de vuelta en el mundo subterráneo, reportando el éxito de su misión con el Emperador. Y ella, Yaoc, debía seguir aquellas pistas mientras era seguida por algo.
Sentía los ojos de alguna cosa posados sobre sus hombros, la veían correr ágilmente, saltar de rama en rama haciendo uso de su forma de jaguar, acechaba el movimiento de su cola parda mientras cumplía perfectamente su misión de mantenerla balanceada.
Miraba hacia atrás buscando, pero no veía nada. También observaba a su alrededor, y lo único que veía era insectos y humedad. Pensó que quizá solo era su imaginación haciéndole una jugarreta, aprovechando que estaba en uno de los lugares más peligrosos del Reino de los vivos.
¿Cuánto tiempo había viajado ya? Su calidad de ser espiritual le permitía hacer largos viajes sin necesidad de pararse a descansar, pero no era inmune al paso del tiempo, y el simplemente atravesar la selva para llegar a buscar a una bestia que escapó del Mictlán era demasiado aburrido para ella. Ni siquiera el ente que la vigilaba era capaz inmutar a la guerrera; le provocaba cierta molestia, pero nada que no pudiera manejar. Hasta, de repente, se encontró deseando que algún espíritu seguidor de Kukulkán la emboscara y la llevara hasta uno de sus templos, así tendría que pelear por su vida y las cosas se harían más interesantes.
Si había algo que a Yaoc le gustaba, eran las buenas historias de aventura y acción.
Pronto, quizá unos cuantos días después de haber salido del Portal al Inframundo ubicado en Teotihuacan, a lo lejos pudo visualizar el famoso volcán, protagonista de tantos rumores y leyendas de terror. Horas más tarde llegó a sus faldas, dónde, tras una corta caminata, encontró la entrada a la cueva de la bestia. Fue ahí, en la boca de la montaña, el lugar en que el último pétalo de cempaxúchitl iluminó el camino a una misión de magnitudes terribles.
El interior del volcán estaba compuesto por una serie de laberínticos túneles que desembocaban en diversas chimeneas, la mayoría encendidas y letales. Ni siquiera Fémur se animó a entrar en tremendo terreno, así que todo dependía de Yaoc a partir de ese instante.