Las piernas humanas de Yaoc no bastaban para alcanzar la velocidad que ella deseaba, la torpeza de un cuerpo que no había usado por mucho tiempo le pasaba factura en ese instante, mientras era perseguida por una enfurecida bestia que no paraba de gritar y rugir, reclamando el hecho de que la guerrera estaba ahí para llevarlo de regreso a la prisión en el Mictlán.
No había rastro alguno del gentil y ligeramente maniaco dios de la pata de palo en aquella ladera del volcán.
La sangre le corría como ácido, el corazón le latía tan rápido como nunca antes. El miedo se hacía más presente en esa forma humana tan frágil y casi espiritual, pero no totalmente inmaterial. Había una razón de peso por la que había decidido permanecer en su forma de jaguar durante todos esos años; no había manera de sobrevivir en el mundo de los espíritus viéndose así.
Sin embargo, la adrenalina mística que la invadía le impedía regresar a correr a cuatro patas y cada vez se hacía más lenta gracias al cansancio. Sabía bien que la bestia la alcanzaría tarde o temprano y, aunque ya había muerto una vez, seguramente volvería a aparecer ante las puertas del Mictlán, en la Calzada de los Muertos y sería juzgada, ahora más firmemente gracias a la ausencia de Tezcatlipoca y su Espejo de humo.
La piedra volcánica se clavaba en las plantas de sus pies dolorosamente, y pronto, un rastro de sangre que se convertía en un camino de pétalos de cempaxúchitl. El dolor en algunas almas era una cosa hermosa, según los antiguos escritos de los dioses.
Pronto alcanzó la selva, cuyas húmedas hojas lubricaron la piel tatuada de Yaoc, haciendo más incómoda la huida. Las fibras y los filos rozaban sus brazos, creándole finos cortes que ardían más al contacto con el sudor y el agua de lluvia.
Los jadeos de la guerrera llegaron a su cúspide cuando su torso fue capturado por una enorme garra negra, la alzó por los aires y la sostuvo a la altura de sus terribles ojos negros como el mismísimo abismo. La bestia gruñó y su aliento golpeó a Yaoc, quien rogaba a los dioses que el alma de Tezcatlipoca fuese lo suficientemente fuerte para parar aquella masacre.
Los enormes dientes del ser relucieron ante la luz plateada de la Coyolxauhqui, formándose en una macabra sonrisa.
—Te lo dije claramente: «Solo mi cadáver volverá a pisar el Mictlán». Ahora parece que será el tuyo el que lo haga —siseó. Y en eso, abrió la boca y se acercó a Yaoc a la cavidad, cuyo fondo parecía ser el mismísimo pasillo a la muerte.
Pero, cuando se disponía a dejarla caer dentro de sus fauces, un horrible zumbido le atravesó el alma, como si al hacer daño al espíritu de la guerrera también se lo hiciera a sí mismo.
La bestia gimió presa del dolor y las navajas de obsidiana de sus pulseras hicieron un sonido chirriante que lo atacó aún más, dejándolo sin más remedio que soltar a la joven en una caída de veinte metros de altura. Los frondosos árboles selváticos amortiguaron el desplome, pero cuando alcanzó el suelo, todo se fue a negro.
Por un segundo creyó que volvería a pasar por la Calzada de los Muertos, que al abrir los ojos se encontraría de nuevo ante los tres tronos, aunque el del centro ya no sería ocupado por Tezcatlipoca y su Espejo de Humo, sino por el señor Mictlantecuhtli, su mismísimo amo y señor, quien la condenaría a uno de los infiernos más horrendos por haber fallado en una simple misión.
Sin embargo, lo que encontró al abrir los ojos fue un extraño páramo desolado, donde la luz de la luna era la única iluminación en aquel estéril escenario. Con sus dedos humanos sintió el pasto seco y algunas otras plantas de textura áspera; respiró profundo sin reconocer ningún olor en el aire, y no escuchaba nada, ni el más mínimo sonido o crepitar hasta que una voz femenina y aparentemente dulce se oyó de la nada.
—¿Quién eres? —le preguntó con más curiosidad de la de una persona que acaba de conocer a alguien, era más bien una pregunta inquisitiva y juiciosa, casi desesperada y con sospecha.
Yaoc no contestó.
—He visto en tu pasado, más no puedo acceder a los tiempos previos a tu juicio… —dijo aquella voz.
La guerrera escaneó el terreno en silencio, con el cuerpo en posición de guardia y agudizó el oído para distinguir la dirección del sonido. Entonces, un fétido aroma inundó el páramo, a la par que unos sonidos secos, como si algo se arrastrara paulatinamente hacia ella, se hacían más fuertes al segundo.
—¡Largo Muerte! ¡Este no es tu reino! —la voz gritó violenta.