Espejo de Humo y Ceniza

La gran serpiente emplumada

Yaoc se creyó perdida mientras soñaba con un templo iluminado por antorchas de cálido fuego y aura de misterio. Le recordaba mucho a la Calzada de los Muertos, pero era bastante diferente, más bien era un lugar distinto en el que había estado antes de su propia muerte.

Lástima que no pudiera recordar nada de su vida humana.

La oscuridad del cielo abrió paso a una hermosa Luna Llena que no podía ocultar el peligroso filo que rompía el velo entre el mundo de los espíritus y el material, sabia bien que esa era una noche de magia. Lo sentía en el aire.

El bosque que rodeaba al templo lo presentía también, pues sus sonidos normales se excitaban, como si sus habitantes supieran bien lo que se venía.

Entonces, un grito de dolor atravesó las paredes de piedra de la construcción y viajó hasta alcanzar al espíritu de la guerrera jaguar. Sus sentidos se despertaron de golpe, crispando hasta el último pelo de su cuerpo ciertamente humano.

Otro grito más, ahora acompañado de un ruido como de huesos rompiéndose.

El corazón le dio un vuelco doloroso y por primera vez en la noche pudo observar su aliento. La temperatura había bajado significativamente.

Sus ojos se posaron en la Luna una vez más, la miró desafiante.

Muchos eran los peligros causados por los particulares estados de la Coyolxauhqui. Ella era una diosa mezquina y caprichosa, cambiante y demente. Uno nunca podía confiarse en su presencia. A veces se mostraba bondadosa, otras vengativa y letal.

Una queja más, y por la dirección de la voz pudo localizar al hombre a la puerta de la casa central. Sus instintos de jaguar le indicaban que adentro había un humano sufriendo la maldición de la misma diosa que miraba atenta y irónica lo que sucedía bajo sus pies.

Yaoc se debatió entre entrar a auxiliarlo o huir.

Después de todo, pensó que todo esto estaba dentro de su imaginación, pues aun no podía olvidar que se encontraba a un paso de su segundo final. A lo mejor esto era solo un paso previo a su juicio, un escalón más arriba de la Calzada de los Muertos.

Sin embargo, no necesitó reflexionar más tiempo, pues la puerta de madera que sellaba aquel templo se abrió de golpe y de ahí salió un hombre semidesnudo de forma encorvada. Se dejó caer en el suelo bajo la luz de la Luna y apretó la tierra que tocaba su mano en un fuerte puño que en un segundo se convirtió en la garra de un puma.

Los ojos de aquel ser perdieron humanidad, se iluminaron en un amarillo fluorescente, casi dorado y sus facciones desaparecieron, transformándose en el rostro de un felino negro como la noche.

Era un nahual.

Con el corazón casi helado por el terror, se llevó la mano al pecho e intentó recordarse a sí misma que ella ya estaba muerta, que poco daño es el que recibiría de aquel ser, pues los únicos que podían contra ella eran los dioses, así como Muerte, quien la acababa de machacar hasta dejarla como un puñado de nixtamal.

En cuanto se acordó de ello, abrió los ojos en todas las capas de su inconsciente hasta la realidad, de la cual dudó, pues se encontró de golpe con un gigante hombre moreno con ojos de fuego y un penacho de plumas. Su cuello también estaba decorado con un collar de oro y un hermoso plumaje de colores que le recordó a la bestia.

Dio un respingo, intentó huir… o moverse.

Era imposible. Un dolor intenso la atravesó al mínimo movimiento.

—No… —El hombre se puso de rodillas ante ella y extendió una mano en un gesto para detenerla—. No te muevas, estás muy malherida.

Su voz era amable, su porte era altivo, pero humilde.

Era un dios, no cabía duda.

Él miró a todos lados, como si vigilara los alrededores, luego miró la Luna y frunció el ceño, y no mucho después, esta se ocultó detrás de las nubes.

—Muerte ya se ha ido. Ya no estás en peligro —le dijo—. ¿Qué has hecho para enfadarlo tanto?

«¿Existir?» Yaoc pensó, pero no pudo reírse por el dolor.

Ella sabía que su simple presencia bastaba para que Mictlantecuhtli sacara lo peor de sí mismo, pero tampoco podía quitarse la responsabilidad de los hombros: ella había fallado en su misión.

—No le has entregado a Tezcatlipoca…

Él le leyó el pensamiento, era claro.

—Has obrado bien. Mi hermano no debería estar encerrado en una celda del Mictlán. Él está hecho para cosas grandes, a pesar de sus problemas actuales.

Yaoc lo miró confundida. Aquel dios acababa de aceptar que era el hermano de la bestia, de Tezcatlipoca… lo que lo convertía en…

—No me he presentado. —Sonrió y se acercó más hasta poder tocar su mejilla con la punta de sus dedos perfectos—. Soy Quetzalcóatl. —Retiró un poco de sangre del rostro de Yaoc y se limpió con la tierra bajo ellos—. Si bebes un poco de mi sangre sanarás más rápido… ¿Deseas hacerlo? Considéralo un favor de aliado a aliado.

Ella se lo pensó, pero sabía que su vida de espíritu estaba acabada hiciera lo que hiciera.

No estaba dispuesta a entregar a Tezcatlipoca, ni siquiera se volvería a acercar al volcán. Tenía demasiado miedo de la bestia y también él estaba seguro de que no la quería ahí. Estaba obsesionado con la idea de que ella lo llevaría al Mictlán.



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En el texto hay: dioses, viaje en el tiempo, romance amor

Editado: 07.10.2020

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