— ¡No puedo hacerlo, no puedo!—
Caminaba sin rumbo fijo, con los tacones en la mano y resoplando por toda la habitación. Andrea, Lucía y Luna me miraban desde mi cama y de vez en cuando intercambiaban una mirada entre ellas.
— Alma... Respira hondo... No es para tanto...— Lucía, con la serenidad que la caracterizaba guiaba el ritmo de mi respiración que iba in crescendo para acompañar a los latidos de mi corazón.
— Alma... Al menos a ti te cabe el vestido...— Luna me miraba con la cabeza ladeada, mientras me acariciaba la barriga. Estaba embarazada de 2 meses.
Recordé la boda de Alexander y Luna, con ella embarazadísima de 6 meses y dando saltos por todo el restaurante cuando su flamante marido la sacó a bailar y en cambio con las gemelas no engordó ni la mitad. Alma, Vega y Gabrielle, sentadas en el suelo a pesar de los esfuerzos de su madre para que no lo hicieran, intentaban ponerle a la pobre Eir un lazo a juego con el de sus vestidos de damas de honor y mi gata, que era una santa, se lo quitaba una y otra vez mientras buscaba mi auxilio con lastimeros maullidos.
— No puedo chicas, de verdad... ¿Los habéis visto bien?— les mostré de nuevo los zapatos que sostenía, de un blanco inmaculado, muy sencillos, pero con 10 centímetros de tacón. — ¿A quién en su sano juicio se le ocurrió que yo podría caminar con esto sin irme al suelo? ¿A quién?— me quejé enseñándoselos también a las niñas.
— A tu madre— contestaron las 6 al unísono. Amo a mi madre, pero dejar en sus manos gran parte de la organización de mi boda, no fue una buena idea.
Creo que mi historia con Leo empezó desde el momento en que lo vi sentado a mi mesa. Esa noche me invitó a cenar en un restaurante japonés de Barcelona y pasamos la noche hablando de nuestros respectivos libros. La madrugada la pasamos hablando de nuestra infancia y la mañana nos alcanzó en la playa de la Barceloneta, mirando en silencio el amanecer.
Desde ese día, Leo me recogió todas las tardes en la puerta de la editorial, aunque hubiera venido a revisar conmigo esa mañana los últimos capítulos de su libro, aunque hubiéramos hablado esa tarde por teléfono, no faltó ni uno solo de los días que vivimos en Barcelona.
Recorrimos juntos España en sus firmas de libros, dormimos en hostales, campings e incluso una vez alquilamos una auto caravana que nos dejó tirados en mitad de un camino rural, el cual Leo aseguraba que era el camino más rápido para llegar al siguiente pueblo.
Llevábamos meses siendo amigos, de los que ni tan siquiera se cogen de la mano, de los que pasan las tardes frente a un café hablando de los amores perdidos, de los que se piden consejo para comprar una nueva corbata que le exigen llevar en un evento, de los que miran con orgullo al otro cuando consigue otra buena crítica en los periódicos. Una noche de Abril, acaba de presentar mi libro, el primero de ellos, en una pequeña asociación de mujeres maltratadas de Barcelona. Claudia, Lucas, Maya, Leo, todos estaban allí arropándome y calmando mi ansiedad, mientras Andrea, Alexander y Luna, veían el evento en directo vía Skype en la tablet que mi madre sostenía. Estaban todos junto a mí, en el momento cumbre, en el día en que mi sueño tomaba forma por fin y podía acariciar una y otra vez su portada, la foto en color sepia de las vías de un tren.
Cuando terminé la presentación, entre lágrimas me dejé abrazar por mis padres y los demás, mientras Leo me miraba con orgullo desde la primera fila y aplaudía con el resto de asistentes. Mis padres se despidieron para coger el AVE que les llevaría de vuelta a Valencia, Claudia y sus hijos me dieron el penúltimo beso y nos dejaron solos frente al coche de Leo, que me abrió la puerta cuando comenzaron a caer las primeras gotas sobre el cristal. Llegamos a mi casa y antes de que bajara, me volvió a repetir lo que tantas veces me decía.
— No quiero que dejes de sonreír nunca, Alma— me dio un beso en la mejilla y le dije adiós con la mano antes de bajar del coche. Fuera, la lluvia tomaba aliento para arremeter con más fuerza todavía y cuando había llegado al resguardo de mi portal, Leo me llamó desde el coche. A pesar de no llevar paraguas, al ver que él se bajaba y venía a mi encuentro, me acerqué también.
Leo me besó por primera vez una noche de Abril, bajo una intensa lluvia en el portal de mi casa. Porque quería que jamás olvidáramos nuestro primer beso.
Juntó su frente con la mía, suspiró y me dijo "Nunca dejes de sonreír Alma, porque cuando lo haces, lo único que querría es sonreír contra tu boca siempre" y si quedaba alguna barrera, algún rescoldo de duda, la lluvia los arrastró hasta el mar, junto con mis miedos, porque desde esa noche no nos soltamos más y dos años después estaba en mi montaña, con unos tacones en la mano y las mujeres de mi vida en mi antigua habitación, maldiciendo el momento en que mi madre se encargó de los detalles de nuestra boda, los que tuve que dejar a un lado por culpa del trabajo.
— En serio, chicas... no voy a llevarlos— les dije una vez más.
— ¿A quién más que a ti, se le ocurre casarse en el bosque debajo de un árbol y vestirse de princesita, nos lo explicas?— me preguntó Andrea, mientras subía a sus rodillas a una de las gemelas para que dejara tranquila a Eir.
— A nuestra Alma— contestó Luna, dejando los zapatos en su caja y abrazándome.— Si hubiera podido le hubiera copiado la idea... Ese Algarrobo es muy especial para todos nosotros— Luna dejó de hablar y me miró buscando en mis ojos el consentimiento a sus palabras y la esperanza de no haber metido la pata.