Este es el hombre

vi

No sé cuántas horas pasaron. Es difícil conservar la noción del tiempo cuando estás clavado en una cruz. Sólo puedo decir que seguía siendo de noche y que la lluvia se había transformado en tormenta. Seguía allí, solo y abandonado como un despojo, y le imploraba a Dios que me fulminara con un rayo. Pero en vez de eso algo increíble sucedió. Entre la niebla y la lluvia, en la lejanía, procedente de las afueras de la aldea, vi acercarse una figura. Cuando ya estaba muy cerca de mí por fin caí en la cuenta de quién era: ¡el capitán Murton!

Pensé que me había vuelto loco. Ya lo había dado por muerto; sin embargo, era cierto que estaba delante de mí. Su aspecto era harapiento y demacrado, pero conservaba la rudeza de siempre.

—¡Joder, muchacho! Hay que ver lo que han hecho contigo. ¡Miserables! —exclamó. Su acento escocés era inconfundible.

—Capitán, ¿eres tú? —pronuncié con lágrimas en los ojos.

—Claro que soy yo, muchacho. Y voy a sacarte de aquí. Siento no haber podido ayudarte antes, pero te tenían muy vigilado.

—¡Agua! —imploré.

El capitán puso una cantimplora en mis labios. Bebí ávidamente. Cuando sacié mi sed volví a hablar:

—¿Sabes lo que les ocurrió a...? —no me dejó terminar.

—Lo sé todo muchacho, pero no hablemos de eso ahora —fue su respuesta. Luego me colocó entre los dientes un pequeño taco de madera.

—Muérdelo —me ordenó—. Esto va a dolerte un poco. Ojalá pudiera ofrecerte un trago de whisky escocés.

Obedecí y mordí el taco de madera mientras él arrancaba con unas tenazas los clavos que me tenían sujeto a la cruz. El dolor fue incluso mayor que cuando me crucificaron, pero no emití ni un solo grito, aunque los ojos se me humedecieron abundantemente. Cuando terminó, el capitán limpió mis heridas e incluso las cubrió con un ungüento amarillo que llevaba en una bolsa de piel.

—Se lo robé al médico de la aldea —me explicó. Después vendó mis heridas y añadió—: Vamos, muchacho, debemos irnos de aquí. Después de la orgía que se acaban de mandar esos miserables seguro que tardan en despertarse. Tenemos que aprovechar para refugiarnos en el bosque. ¿Puedes caminar?

—Me duelen los pies.

—Apóyate en mí.

Nos pusimos en marcha, dejando atrás la cruz, los clavos, el círculo ritual, la mesa y los cirios humeantes, que se habían apagado a causa de la lluvia. Avanzábamos a paso lento por mi causa, pero el capitán Murton no dejó de ayudarme. Nos dirigimos a las afueras de la aldea, en dirección al bosque. Me acordé de aquella vez en que había sido el capitán el que se había apoyado en mí a causa de su borrachera. Incluso sonreí a pesar de todo. Él me había salvado. ¡Mi buen amigo el capitán me iba a llevar por fin a casa!

Pero a la cruel baraja del destino todavía le quedaba una última carta. Cuando estábamos a punto de internarnos en el bosque se oyó una detonación. El capitán se desplomó en el suelo y yo con él.

—¡Capitán!, ¿estás bien? —Antes de que contestara vi que de su pecho brotaba sangre. A lo lejos se oían voces y pasos apurados. El capitán me miró fijamente a los ojos con la más completa de las resignaciones. Intenté alzarlo y llevarlo conmigo.

—¡Vamos, capitán! —imploré—. Todavía podemos conseguirlo. Si nos ocultamos en el bosque no podrán encontrarnos. ¡Por Dios, capitán, no te rindas!

Pero lo único que conseguí fue hacerle más daño. Lanzó un quejido de lobo. Pesaba demasiado y además yo estaba herido. La gente que nos había descubierto estaba cada vez más cerca.

—No, muchacho —dijo con un susurro áspero—. Han acabado conmigo. Pero no dejes que mi muerte sea en balde. Huye tú. En la parte oeste de la isla hay un faro abandonado, y en la orilla un pequeño bote. Quizá consigas fugarte en él —su voz era entonces solamente un débil murmullo. En su último aliento añadió—: Acércame la bolsa. Hay una cosa que necesito.

Sacó de la bolsa un frasco pequeño de cristal que contenía un líquido. Bebió la mitad del frasco sin darme ninguna explicación. Después lo tapó y volvió a guardarlo en la bolsa de piel.

—Llévatelo —dijo—. Si no tienes otra alternativa no dudes en usarlo. ¡Prométemelo! —me rogó.

Se lo prometí a ciegas porque todavía no sabía comprendido qué era aquel brebaje. El capitán se serenó y me sonrió con afecto. De su boca no salió nada más que sangre. Había muerto.

Sólo los gritos y el sonido de los pasos de mis perseguidores, que casi habían llegado a mi altura, me sacaron de mi estupor. Cogí la bolsa de piel y me interné cojeando en la profundidad del bosque, con lágrimas surcándome las mejillas.

Corrí como un endemoniado, presa del llanto y sin saber a dónde iba, rasgándome las ropas y la piel contra el follaje del bosque sin siquiera sentirlo. Al poco me detuve sin aliento y mortalmente cansado. Me postré de rodillas en el suelo, jadeando. Sólo en aquel momento me di cuenta de que estaba totalmente ensangrentado. Mis pies estaban hinchados y los vendajes que me había puesto el capitán ya no existían. Sólo sangre y barro. Bebí más agua y me recosté sobre el suelo.

Hasta que pasaron varios minutos no recordé siquiera que me perseguían. Escuché atentamente pero todo estaba tranquilo. Quizá los había despistado. Cuando recobré el aliento alcé la vista.



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En el texto hay: satanismo, terror, naufragio

Editado: 08.07.2021

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