Noruega 714
―¡Maldito sea Niord que los trajo!― la mujer de cabellos rubios siseó detrás de los arbustos del bosque, y solo rogó para que no la hubiesen oído. Los sajones estaban al asecho, y la joven lo sabía, los había sentido en el momento que pusieron sus pies en su territorio.
Theodore había crecido desde la última vez que le hubiera visto, hacía ya unos años. Su cabello castaño iba largo y sus ojos levemente caídos, dos esmeraldas relucientes, tenían ese brillo de furia que ella tan bien recordaba. Y la cicatriz que iba desde el cuello hasta la mitad de su mejilla izquierda, seguía allí. Comparado con ella él era enorme, aunque de por sí ella misma era de complexión pequeña. Lo cierto era que Theodore era uno de los más bajos entre los suyos.
No se arrepentía de lo que había hecho aquella noche, hacía cuatro años, para escapar de Hannibal de Wakefield, el padre de Theodore. No era su culpa que Hannibal hubiese sido tan estúpido como para atraparla tomándola por una sierva cuando en realidad era la mujer que más amaba Garrett. De todas las mujeres que pudo robar en sus viajes, fue a dar con la peor.
Era media noche cuando entró sigilosamente al cuarto de su amo, vestida con tan solo un ligero camisón de seda color blanco. Cierto que era algo delgada, pero a sus veinte años, era de una forma exótica y bella; toda una belleza vikinga. Cuando el lecho se hundió bajo su peso, Hannibal se despertó, y confuso, la tomó por los hombros sacudiéndola.
―¿¡Que hacéis aquí!?― le había susurrado con toda su furia que manaba de sus ojos y su voz ―¿¡Por qué estáis usando eso!?
Tenía los ojos puestos en su camisón, y cuando ella le sonrió, él perdió noción de todo y la besó. Era tan bella. Los besos descendieron hasta su cuello, mientras sus pesadas manos recorrían su pequeño cuerpo. Ella miraba el techo de piedra.
―Yo jamás quise esto― susurraba con voz muerta, pero él no la escuchaba―, nunca quise ser vuestra esclava, no quiero ser vuestra…
Los besos se detuvieron al mismo tiempo que sus manos. Le faltaba la respiración cuando alzó su cara hacia ella, y la mujer sintió su propio odio salir a la superficie.
―No podéis tenerme― le dijo con odio y asco―, la última vez que un hombre quiso hacerme suya a la fuerza, tuvo vuestro destino.
En un rápido movimiento y con firmeza hundió la daga que tenía escondida en el camisón junto su pecho. La sostuvo, oprimiendo cada vez más mientras él la miraba a los ojos negros hasta que su alma salió por sus ojos, y su corazón dejó de palpitar. Empujó el cuerpo sin vida de su amo hasta que quedó boca arriba junto a ella.
Theodore, de trece veranos, los había observado desde la puerta entre abierta, y sin pensarlo tomo un garrote que estaba junto a la puerta y fue hacia ella, aunque ella lo vio primero.
Vete
Pero el muchacho no fue lo suficientemente inteligente como para hacerle caso a los susurros de su cabeza, y ella tuvo que actuar.
Tomo la daga del pecho de Hannibal y antes de que el niño la golpeara, estiró el brazo y alcanzó a hacerle un profundo corte que iba desde el cuello hasta la mitad de su mejilla izquierda. El padre muerto y el hijo sangraba contra una pared con las manos en su herida; pero ella no se quedó más tiempo, tenía que irse ahora que por fin era libre. La daga cayó de su mano, y no lo pensó dos veces antes de salir corriendo.
Los sajones que acompañaban a Theodore se habían alejado, pero él seguía para allí, como si supiera que ella estaba cerca. Fue entonces cuando a la luz de la luna vio su daga brillante en su cinturón, la daga con tres turmalinas*4 incrustadas en el mango, la daga que había clavado en el pecho de su padre y le había marcado para siempre el rostro.
Vuelve por donde vinisteis sajón, solo encontraras vuestra muerte aquí
Theodore escucho la lejana voz desde dentro de su cabeza, como ya la había la había escuchado aquella noche que encontró a aquella bruja en ropas de su madre muerta. Cuanto odio y rabia contra esa mujer había en su interior.
Aquella noche que le había dado un propósito a su vida; encontrar a la bruja, y matarla con su propia daga, vengar la muerte de su padre. Matar a la bruja. Y ella estaba aquí, muy cerca.
Ella no escuchó más ruidos, supuso que el intento de guerrero se había ido a buscar en otra parte y durante unos minutos no hubo más que penumbras y silencio. Retuvo la respiración; su vida no podía terminar con tan solo veinticuatro inviernos.
―Bruja― solo eso escuchó antes de que Theodore la tomara de la nuca y despegara sus pies del suelo. La lanzó a un lado, solo para dejarla soltar un grito ahogado antes de tomarla nuevamente por el cuello con una mano, cortándole el aire.
―Vuestro nombre, jamás lo supe― dijo Theodore con amargura en la voz gruesa ―, y no lo quiero saber ahora.
Con las pequeñas manos aferradas a la muñeca que la estaba ahorcando, alcanzó a balbucear algo.
«Ella»
El sajón frunció el ceño ―¿Ella? Nombre extraño― reflexiono algo confuso, mientras alzaba la daga de Ella a la altura de su pecho
―Bien, Ella, en esta daga encontrarás vuestra muerte.― arrastró cada palabra con furia.
Te maldigo
Él rio con sorna ―Trucos baratos. Ni siquiera creo que seáis una verdadera bruja.
El destello de la sonrisa en la cara de Ella enfureció a Theodore. Lo miraba directo a los ojos, y al hundir la daga en pecho de la bruja sintió una sensación de paz, el anhelo de venganza que por tanto tiempo había buscado y que por fin…
La bruja Ella sonrió ante la muerte de la sonrisa irónica del guerrero sajón Theodore mientras caía en el suelo. La lluvia torrentosa comenzó a caer y un trueno se oyó a los lejos, mojando al sajón que respiraba dificultosamente boca arriba, en la tierra mojada. Ella tosió un poco pero consiguió ponerse de pie, con las manos en su cuello, la lluvia mojando su cabello rubio.
Suntuoso como la muerte y el cielo, uno y otro son eternos…
―Te maldigo― su voz estaba hueca mientras miraba la daga clavada en el estómago del hombre que había querido matarla minutos antes, y que en ese momento dejó de respirar.
El muchacho había visto morir a su padre, ella hubiese hecho lo mismo. Lleno de sed de venganza, de amargura con tan pocos veranos vividos y… nuevamente Ella no había dudado, lo había matado, le había hecho clavarse su daga, la que todavía sostenía con su mano. No era mejor que Hannibal, no era mejor que nadie. Sonrió al darse cuenta de su poder. Lo había maldecido, y sabía que había algo más; ella también se había maldecido.