Regresé a casa aturdida, sin ser consciente de toda la información que había descubierto en tan poco tiempo. Verdades y mentiras, ambas a partes iguales. Esperanza y desilusión, también repartidas equitativamente. Y sólo necesitaba una cosa, que la persona encargada de presionar el botón para detener esta montaña rusa de emociones lo hiciera, y no era otro que Raúl.
Pero nada más lejos de eso, la visita de mi vecino no se produjo en toda la tarde. Su cobardía me hervía la sangre, ¿en qué demonios pensaba? Raúl parecía tener el síndrome del avestruz, como si esconder la cabeza bajo tierra fuese a solucionar el problema, mejor dicho, el gran problema. Y yo no pensaba quedarme parada de brazos cruzados, tenía que exigirle una explicación o mi furia iría incrementándose exponencialmente.
Que mi desilusión había desbancado toda esperanza que pareciese haber existido y que la verdad sobre el amor mutuo que nos profesábamos se había visto opacada por las mentiras, era una certeza... Tan certero que no le ocultaría lo sucedido a mi madre, y es que desde hacía unos días hasta ahora nuestra relación se había vuelto más cercana. Lo bueno es que mi particular caos emocional sirvió para hacerle reaccionar y colaborar con su granito de arena:
— Te mereces una explicación, cariño –me aconsejó retirándose de mi habitación para traer segundos después el walkie-talkie de la discordia–. Cógelo, quizá no tenga el valor suficiente para decírtelo a la cara.
— Pero el walkie está en la habitación de Rubén... –musité yo sin ver la supuesta buena idea que se le había ocurrido a mi madre.
— ¿Y no fue él quien te ayudó a conocer la verdad? –expuso ella dándome a entender que sí que era realmente una buena idea.
— Está bien, lo intentaré –acepté finalmente su consejo.
De modo que me dispuse a conectar el walkie-talkie y crucé los dedos para que Rubén no lo tuviese guardado en un cajón donde no podría escucharlo. Tras un primer intento fallido, a la segunda llamada conseguí localizar a mi vecino. Otro irónico paralelismo, con la salvedad de que esta vez buscaba su voz y no la de su hermanastro, y el motivo también difería bastante al de la primera vez:
— Rubén, ¿estás ahí? –pregunté no pudiendo ocultar la desesperación en mi tono de voz. Me acerqué al balcón y lo vi a través del ventanal.
— Sí, Sofía, te escucho –me respondió al instante serenándome con su voz rasgada mientras atravesaba el umbral de la puerta vidriada y se dirigía al exterior.
— ¿Está Raúl en casa? –pronuncié al tiempo que las palabras se me atragantaban. Su habitación carecía de luz, pero confiaba en que estuviese en casa.
— Sí... –musitó sin darme más información.
— Necesito hablar con él. Necesito una explicación –le rogué–. Por favor, llévale el walkie... e insístele –hice hincapié en esto último, todo dependía de él. Sabía que lo ponía en un lugar algo complicado, o me ayudaba a mí o se ponía del lado de su hermano. Pero a la vez sabía que él también quería que toda la verdad se esclareciera, y eso estaba a mi favor.
— No te prometo nada –expresó tiempo después de mi intervención.
Más tarde, observé cómo entraba en la habitación de su hermano y encendía la luz. El susodicho se encontraba tumbado en la cama y pude apreciar cómo pasaba los puños aclarándose los ojos, como si estuviera llorando. La conversación entre ambos no pude escucharla, pues Rubén no tenía abierto el walkie-talkie. No obstante, la tensión era palpable y me recordó a su incesante insistencia para convencer a Raúl de que me ayudase a escapar de mi castigo. Ahora quería escapar, pero del castigo que me tenía acorralado el corazón.
Finalmente, Raúl accedió a hablar conmigo, pero con una condición que no era la que yo deseaba. O más que una condición, un momento que yo quería que llegase cuanto antes y la espera que él había impuesto aumentaba más si cabía mi desesperación:
— Mañana a las diez... En mi casa –fue lo único que mi entonces vecino "friki" pronunció cortando la señal del walkie-talkie para que no pudiese rebatir su propuesta. Y sí, era un friki, un fanático de huir de sus sentimientos.
Ahora todo se había vuelto un ciclo de paralelismos, una espiral que parecía volver a sus inicios pero con un matiz muy diferente. Su frase me recordó tiempo atrás al momento en que aceptó ser el motor para liberarme de mi hermético castigo, cómo odié por aquel entonces que hubiese escogido mi casa para estudiar. Esta vez era justo al revés, y tenía el presentimiento de que me haría aún más sumirme en la pena y la tristeza que castigaba mi corazón.
★★★★★
Las 9:56 horas marcaba mi reloj-despertador. Estaba más que lista para afrontar esta realidad, incluso llevaba horas contando los minutos para que llegase el momento. De forma que puse rumbo al apartamento de mis vecinos para asistir puntual al juicio final, no sin antes haberme sido concedido el permiso de salida por mi querida María Luisa.
Llegué a las 9:58 horas, dos minutos que parecieron ser eternos hasta que el reloj marcó la hora acordada. Todo era eterno, el castigo, la espera y la opresión de mi corazón.
— Buenos días, ¿puedo pasar? –le pregunté a Rubén, quien abrió la puerta de la casa. Cómo iba a dar la cara su hermano, el muy cobarde...
— Buenos días Sofía, adelante –repuso con tono serio–. Raúl te espera en su habitación... –y gesticulé a modo de agradecimiento. Más tarde, me dirigí a la puerta de su dormitorio y sin más preámbulos entré sin previo aviso.
— Hola –solté con una mezcla de resentimiento y orgullo. Allí estaba él, sentado junto a su escritorio con la mirada fija en unos papeles dispuestos sobre la mesa y perfectamente ordenados.
— Hola –esbozó cabizbajo, como si él mismo se avergonzara de su propia cobardía. Un incómodo silencio se produjo a continuación hasta que yo tomé el mando de la conversación...