Arya aborrecía la manera en que el señor Max se pavoneaba por el salón, con aires de grandeza por el simple hecho de tener todo bajo control.
Cada veintisiete segundos de recorrido, se detenía, acomodaba sus pequeños lentes y echaba un vistazo de la armonía que con tanto miedo había impartido.
Ignorando sus pensamientos acerca del director, y volviendo a la situación que la envolvía, suspiró de frustración.
Su examen —para el cual se había desvelado repasando— aún se encontraba en blanco. Le gustaba pensar que se debía a que era un maravilloso color y al escribirle algo encima se arruinaría por completo, pero la verdadera razón era evidente; no sabía absolutamente nada. No importaba cuantas horas se había pasado leyendo y releyendo ese insufrible libro de física, su mente estaba muy ocupada como para que en una noche le quedara algo que habían visto en todo el mes. Observó a su lado la hoja de su compañero quién se encontraba en su misma situación pero en cambio había decidido destrozar el hermoso blanco agregándole garabatos de diferentes colores por todos lados. No se veía nervioso, tal vez ya había aceptado que ese no era su día y lo único que le quedaba era afrontarlo.
Arya hubiera amado poder ser como él.
Pero no tenía la valentía de entregar semejante insulto. Así que leyó de nuevo la primera pregunta.
"¿Quién fue Albert Einstein?" tan sencilla de responder que le causaba rabia su simplicidad. Tanto que no se atrevería a responder otra cosa que no fuera "pésimo padre", aunque sabía que su solución no sería aceptada como correcta y debía dar la definición que tenía el material de trescientas páginas que Mrs. Koch les había entregado.
— Pst, ¡Arya! ¿Qué va en la tres? —susurró desesperadamente Amanda, quién se sentaba detrás de ella en cada examen pero que durante los recesos jamás le dirigía la palabra. La pelirroja contestaba por cortesía, claro que tampoco le gustaba que la tomaran por tonta.
— ¿En cuál? —preguntó en voz baja con tono incrédulo, había oído claramente lo que la ojiazul le había pedido, pero no pensaba dejársela tan fácil y como no estaba haciendo el examen, jugar un rato no le haría mal para matar el tiempo.
— ¡La tres! —Insistió irritada, Arya la miró con confusión y volvió su vista a la hoja ignorándola por completo — ¡Arya!
— ¡Señorita Morton! —al escuchar la forma brusca en la que su apellido tan conocido había sido llamado Arya se quedó hecha de piedra, sintió que su corazón se había detenido de un solo golpe y cuando pudo recuperar el aliento levantó la cabeza despacio, como la de un perro que sabe que lo que hizo estaba mal y que ahora su amo lo castigaría.
El director, más firme que nunca, se acercó a paso veloz y tomó su examen, sin dejarla si quiera justificarse. Sabía que ya no importaba si hablaba o no, recogió su bolso gris y le dedicó una mirada de desprecio a Amanda, quién por inercia había soltado una pequeña carcajada.
Salió del salón sin emitir palabra y con la cabeza gacha.
Arya Morton reprobaría aquel examen y todo el mundo lo sabría.
Sabrían que le quitaron su hoja y sabrían que ahora ella no era tan perfecta como solían cuchichear por los pasillos cuando pasaba con su cabello pelirrojo largo bien peinado y su vestimenta tan pulida y característica.
Entonces fue cuando pensó que no sería así. Ella seguía siendo igual de perfecta. Reprobaría, claro está, pero cuando le devolvieran aquel pedazo de papel, seguiría igual de perfecto como cuando se lo entregaron, ese simple blanco era la prueba de que ella jamás fallaba.
Ahora sí, como su padre le había enseñado, con la cabeza en alto en aquel pasillo vacío, comenzó a dar pasos firmes sin mirar atrás.
"Jamás mires atrás, Arya. Jamás." le había dicho con su voz rasposa, cuando su pequeña hija salía de allí decepcionada de sí misma por no haber alcanzado el primer puesto en aquel torneo de karate, con su traje blanco sudado y la respiración entrecortada aún por el esfuerzo, sostenía con una mano la camisa de su padre y con la otra el trofeo del segundo lugar.
Mientras se dirigía a la biblioteca, pensaba en la señorita Jefferson, no podía dejar de imaginar lo mucho que aquella mujer detestaba estar rodeada de pilas y pilas de libros.
Como habían convertido aquel templo en una prisión.
Porque ella recordaba muy bien el primer día. Cuando la señora con su sonrisa blanca iluminó la sala y con ojos llenos de vida y alegría le entregó aquel manojo de cien páginas, Arya supo que se apagaría tarde o temprano. Porque en este lugar todos llegaban sonriendo, con esperanza, y la tristeza irrumpía en sus almas con la monotonía y el pesar de las horas. Con la gente tóxica que te rodeaba, ellos exprimían hasta la última gota de alegría que tu cuerpo poseía para prepararte una sopa de amargura y estrés que parecían tan eternos como los colores opacos del jodido Instituto al que tus padres te llevaban convencida de que no había mejor lugar para formarte como persona. Pero, al fin y al cabo no eran personas, sino pedazos de carne amontonados en un aula a puertas cerradas memorizando palabra tras palabra como loro amaestrado.