«¿…te interesaría ayudarnos a convencer a tus amigos… de vuelta a tu verdadero hogar, el cual es “La Zona”?», esas palabras resonaron en mi cabeza durante unos momentos, pensativo.
No pude dormir en toda la noche por temor a creer que aquellas palabras que Clift me dijo podrían ser más que ciertas.
Clift me había dado la oportunidad de volver, pero me sentía desesperado por comprender el lío en el que me encontraba, porque deseaba tanto regresar a “La Zona” y ahora podía hacerlo si a cambio traicionaba a los únicos amigos que tenía. Ellos estaban en contra de mi hogar, mientras que yo pensaba diferente a ellos. “La Zona” era buena.
No podía hacer eso, ni siquiera a Lex quien me trataba indiferente, y en cuanto a Holly y Kai, a ellos no podía traicionarlos.
—¡Oye! —desafortunadamente esa no era mi única prioridad.
Clift no podía liberarme así de simple. Los Aborígenes tenían sus propias reglas con respecto a los prisioneros y necesitaba cumplirlas a menos que quisiera que de nueva cuenta me arrojaran por la colina del sol, la cual era esa catarata.
No podía ser tan difícil entonces si me rebelaba. Había sobrevivido a esa caída, podía volver a hacerlo, pero el problema no era caer entonces, sino cómo escapar ese momento.
«Rayos», pensé.
Clift ordenó a un sujeto enmascarado que llevara a seis hombres para que me mantuvieran vigilado durante el recorrido que harían mientras me escoltaran. Y tuve que acceder.
Yo iba con los brazos atados, sujetado del cuello y fui obligado a caminar en un viaje que duraría más de varios días…
No tuvimos descansos, como tampoco tenía derecho a comida y agua, y cada vez que alguien se tocaba el corazón para darme un poco, me sentía como si fuera un criminal cuyos delitos no había cometido en ningún momento en concreto.
Era difícil respirar, sentía que las piernas me pesaban y si veía un solo rayo del sol me iba a sentir obligado a caerme debido a la insolación, y eso sí sería una muerte injusta, absurda.
Todos los árboles y las criaturas a mi alrededor fueron recordándome el primer día que me trajeron a este sitio peligroso.
Creía que nunca volvería a casa, “La Zona”, que quizá tendría una horrible muerte, pero ahora iba de regreso, escoltado.
El cielo estaba despejado, los pájaros que volaban con astucia sobre el río iban en parvadas. No había señal de aquella criatura: El T-Rex, lo cual era una ventaja muy relajadora.
—Umeka, soroka, karalimow, salyu —el líder que se postraba enmascarado comenzó a hablar con demasiada rapidez, que no llegaba a distinguir alguna palabrería—. Kirizena, saiju —concluyó, viendo a dos de los miembros súbitamente, los cuales eran quienes me sujetaban en el trayecto.
Sin dirigirme la mirada, me obligaron a avanzar hacia la orilla de un declive. Era obvio lo que me iban a hacer: Arrojarme.
—Espero que cumplas tu palabra, Clift —susurré, sin apreciar lo que había abajo, si es que tenía fondo el gran declive.
No había marcha atrás. Estaba a punto de ser arrojado, pensaba que al caer por ese barranco, donde debería haber agua, un río, no sería capaz de sobrevivir como ocurrió anteriormente.
—Manekaa —comentó el líder, no podía entender ese dialecto, como tampoco podía estar relajado, en algún momento podría caer de forma obligada para después no sobrevivir.
Solo permanecí en silencio, me miraban como si fuera un objeto al que podían tratar como les diera la gana, como juguete.
—Oye tú —dije, yo quería que todo terminara en algún momento—. ¿No me van a arrojar? El líder, quien parece haberte dado la orden, dijo que accedieran, ¿no? —era cuestión de tiempo para que me hicieran algo más; sin embargo, seguí hablando—. Vaya, ahora sí me prestan atención —dije, con valor—. Ya que acaparé sus miradas, podrían acceder a su tarea, ¿o es que son estúpidos para comprender una simple orden? —proseguí, sabía que no entendían mi lenguaje—. Ahora entiendo por qué “La Zona” decidió abandonarlos aquí. Son una raza inferior que le avergüenzan. Mejor arrójenme de una buena vez, o yo mismo…
—Lo haría —dijo el líder enmascarado, algo que me estremeció—, pero todavía faltan algunas cosas más importantes.
Eso último me dejó sin palabras, tanto porque él podía hablar mi idioma.
Había sido testigo de un aborigen que hablaba mi… idioma…
—¡Hablas!
—Por supuesto, Doce.
—¿Cómo sabes...?
—Cursos de lenguaje. Hablo fluidamente más de treinta idiomas, incluyendo el de la raza de los aborígenes —fue sincero.
—Me refiero a mi nombre, ¿cómo es que lo sabes? —le pregunté.
—Tal vez porque te atreviste a mirar más allá de esta máscara.
Las cosas comenzaron a ponerse difíciles. El líder de ese grupo había fingido ser un aborigen de la misma forma que estaba haciendo Clift, y en el momento que vi su rostro, comencé a darme cuenta por qué Clift no había venido conmigo.