Historia alterna de Cecil y Dorian. Mundo original de la novela pero en este caso los padres de ambos están vivos, por lo tanto siguen viviendo con ellos.
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En la soleada, cálida y por momentos ventosa mañana, en un claro del denso bosque estaba aquel joven de cabellera larga y oscura, con una tez pálida pero vital, sentado de espaldas al sol. Alzó la vista para observar aquello que las copas de los árboles por instantes le dejaban ver, el cielo, que se pintaba de celeste. Una deleitada sonrisa reflejó su felicidad, porque Dorian no necesitaba oro ni riquezas para serlo, tan solo le bastaba la calma de ese pacífico bosque.
El trinar de las aves y el bailar de las hojas de los árboles era la música que lo alegraba; el verde, azul y rojo de las flores y lo vegetal era su entretenimiento visual; el tacto de la tierra que caía entre sus dedos y los suaves pelajes de sus amigos animales era el sentir que le hacía bien, además del abrazo de sus padres, la reina del bosque y el gran mago Cipriano.
Pero Dorian jamás creyó que vería un hombre así. Uno que lo hechizó casi como si fuera un mago con tan solo su mirada de ojos grises. Y ese joven lo observó, su boca abriéndose ante la visión del etéreo ser que había descubierto en un claro del bosque. Un «hombre hada», es lo que Cecil pensó al verlo, y su mañana se alegró. Sus pasos se acercaban a la presencia de su descubrimiento, uno que también lo había visto y que con desconcierto ahora al saberse observado no supo qué hacer.
Dorian se paró y le dio la espalda con prisa; se miró las manos ahora un poco sucias, las movió y en un instante estuvieron limpias, se alisó la camisa y miró más abajo, algunas hojas se habían prendido a su pantalón. La brisa movía su lacio cabello, pero no estaba despeinado como él creyó, se giró al oír las pisadas tras él, ya el joven de ojos grises estaba próximo a su presencia, llegaba con la idea de tocar la visión, pero antes de alcanzarlo sus pies dejaron de moverse. Un muro de hiedras, producto del pánico del mago Dorian, se interpuso entre ambos.
—¿Qué ocurre? —Se escuchó a Cecil gritar mientras daba unos pasos queriendo franquear el impedimento de avance.
Dorian inhaló y exhaló, enseguida con la punta de su dedo tocó la hiedra deshaciéndola en múltiples restos verdosos que llovieron sobre ambos. El de ojos grises sonreía mientras la vegetación lo bañaba, al brillo de sus ojos y a su boca es a lo que Dorian le prestó mayor atención, esa sonrisa lo deslumbró. Luego se percató de que el otro tenía una daga en su cinturón, y de cómo vestía; una camisa blanca pero manchada de tierra bajo un tabardo azul. «Viste sin escrúpulos el color de la nobleza, los plebeyos sin títulos no tienen autorización para eso», pensó.
—Creí que este era un bosque deshabitado, no hay modo de que…
—Soy Dorian. ¿Tú… quién eres? —Lo interrumpió.
—Cecil de Amalis, muy encantado de conocerte —Y pronunció con un tono juguetón, saboreando cómo sonaba el nombre del joven frente a él—, Dorian. Creo que estoy perdido, viajaba con mis padres cuando tropecé con un tronco y me caí. Dorian, ¿estoy soñando? ¿Puedo quedarme aquí contigo?
—¡No puedes! Mis padres llegarán pronto. No entiendo cómo, pero el único modo de llegar aquí es por los portales arbolinos, se abren bajo los troncos de los viejos árboles, los que han sido sembrados por hombres o mujeres de noble y pura alma y…
—Alto… —Dorian se calló— ¿Son esos tus padres? —Cecil señaló a dos personas a lo lejos, que se besaban bajo un árbol.
—Ahhh… Sí, siempre están haciendo eso, me asquea.
—¿Besarse? ¿Alguna vez lo has hecho? ¿Conoces la ciudad?
—Claro que sí —respondió Dorian—, conozco la ciudad.
—¿Y has besado? —Dorian no respondió— ¿Quieres venir a la ciudad?
—¿Para qué iría allí? Tengo todo lo que necesito aquí —dijo y miró alrededor—. Además… no puedo… Estoy muy ocupado.
—Tus padres se ven muy ocupados.
—Debo pedirles permiso primero. ¡Pero no te conozco! ¡No está bien!
—¿No confías en mí?
—No… no te conozco.
—¿Y si hablo con tus padres y les pido permiso para ser tu amigo?
Dorian asintió. «Mis padres jamás dirán que sí». Se contradecía internamente, le habían enseñado que estaba mal confiar en extraños, pero por una vez deseaba desoír esos consejos, quería confiar en Cecil.
Cecil pasó a su lado encaminándose al par.
—¡Hola! —saludó con seguridad, acostumbrado a siempre ser bienvenido donde fuera, no esperaba la respuesta que recibió.
El hombre, que también tenía una larga cabellera oscura pero que su porte no se asemejaba en nada al de su hijo, apartó los ojos de su amada y frunciendo el ceño lo observó. Pero antes de que hablara, la voz de una mujer retumbó en el claro.
—¿Qué mortal ha osado invadir mis dominios? ¿Cómo has llegado aquí? —dijo Ravena.
—¡Ravena! ¡Déjalo hablar! —La calmó su amado Cipriano que aún posaba la mano en la cintura de ella, le dijo por lo bajo: —Percibo algo en él.
—Habla, mortal ser humano.