10 de abril.
A Itaria le encantaba escalar cualquier cosa: muros, árboles, torres. A ella le daba igual con tal de que se pudiera agarrar a algo y trepar. Le gustaba la sensación de estar en lo alto, de contemplar lo pequeño que se veía el mundo desde las alturas; la sensación del viento sobre la piel, los olores nítidos y limpios de la naturaleza y los sonidos amortiguados que llegaban hasta allí.
Cuando era pequeña, su padre siempre se asustaba al verla encaramada a los altos muros de su castillo, saliendo por las ventanas aferrándose a los marcos y escalando hasta los tejados de las torres. Se había llevado más de una regañina por hacerlo, hasta que al final comprendió que Itaria jamás dejaría de escalar; solo le había hecho prometer que iría con cuidado.
En ese momento, mucho años después de esa promesa, se movía por entre las ramas de los árboles con la misma facilidad que otros caminaban por tierra firme, saltando de una rama a otra a la vez que comprobaba que soportaban su peso. Caminaba con las puntas de los dedos, delicada y cuidadosamente.
Encontró un buen lugar donde quedarse, cerca de la cumbre del árbol donde las ramas estaban separadas entre sí y se había formado un pequeño boquete que dejaba ver el cielo estrellado.
Se sentó pegada al tronco del árbol, con el estoque dorado y negro entre las manos. A pesar de que había aprendido a usar el arma a los siete años, hacía tanto tiempo que no la empuñaba que ahora sentía su peso extraño. En los últimos tiempos en la torre, había ido dejando de hacer muchas de las cosas que antes eran sagradas: entrenar con la espada, practicar su magia, cuidar el pequeño huerto que había tras la torre. La monotonía le había ganado después de tantos años encerrada allí, pero ahora maldecía internamente por haberse dejado ganar.
La rama en la que estaba se meció por la brisa. Itaria miró hacia abajo, a casi diez metros de altura, entre ramas nudosas y viejas, hojas y algún que otro nido colocado estratégicamente. De vez en cuando escuchaba algún pájaro piar o sentía las intensas miradas de los búhos.
Alzó la mirada y contempló la vista que se extendía delante de ella, muy a lo lejos. Desde tanta altura era capaz de ver ciertas luces que tan solo podían ser de ciudades o pequeños pueblos; seguramente pueblos, porque eran demasiado pequeños como para que resultaran ser de ciudades grandes. Además, como Itaria había comprobado, aquel reino (o lo que fuera), no contaba precisamente con muchas ciudades. Desde que el portal con el que contaba el Anciano las había dejado a las afueras del Bosque de Zelian, las hermanas habían deambulado de un lado para otro. Itaria había tratado de recordar los mapas que había visto siendo pequeña y los caminos que había recorrido tiempo después. Pero había sido muy difícil. Nada estaba como ella recordaba y le costaba orientarse.
La noche estaba despejada, un gran alivio después de las tres últimas noches de lluvia. Sentada en el suelo mucho más abajo y cruzada de piernas, estaba Mina; su cara pálida estaba cubierta de oscuridad y su pelo negro se confundía con las Sombras que constantemente la rodeaban, aquellas que parecían perseguirla cuando realmente la protegían. «La muerte protege a la muerte —pensaba siempre Itaria al verlas». Tan oscuras que tan solo eran detectables cuando se exponían a una luz muy brillante, las Sombras eran servidoras de la Diosa de la muerte y, por tanto, también de su Guardiana. A Itaria, en cambio, le daban verdadero pánico; no por nada ella era justo lo contrario a su hermana. La vida y la muerte deberían ser enemigas, no hermanas, pensaba siempre cuando miraba a su hermana jugar con sus siniestras protectoras.
—Ella mata, yo resucito. Somos un equipo unido —susurró Itaria mientras contemplaba las estrellas. Desde su torre no parecían tan pequeñas, ni el cielo tan grande, oscuro ni infinito como desde allí. Se preguntó que habría más allá de las estrellas y de la luna; se preguntaba dónde estaría el hogar de su Diosa, si tendría un fuego caliente en la chimenea, si la estaría viendo en ese mismo instante. Deseó tener a Flora delante de ella ahora: le habría escupido en la cara con ganas.
Se habían instalado en lo alto de una suave colina, protegidas por varios árboles centenarios, aunque muchos de ellos parecían haber vivido mejores épocas. Las hojas estaban secas y la hierba de un feo color amarillento a pesar de las intensas lluvias de los últimos días. Después de dos días y tres noches huyendo sin apenas descansar, las chicas estaban agotadas. Itaria calculaba que no deberían estar muy lejos de la ciudad de Koya. El portal las había dejado a las afueras de una ciudad abandonada y, aunque no estaba segura del sitio concreto, Itaria había concluido que, por la distancia que habían recorrido, sólo tendrían que estar a un día más caminando de la vieja ciudad. O eso esperaba porqué se les había acabado la comida, aunque aún les quedaba bastante agua.
—¡Itaria! Baja ya, no te veo y tengo miedo —le dijo su hermana de repente. Itaria rodó los ojos. Adoraba a su hermana, pero de vez en cuando le gustaba estar sola, algo que había sido casi imposible encerradas en aquella torre. Desde que habían escapado, Itaria buscaba momentos en soledad, donde poder trepar, correr o, simplemente, no hacer nada. Tal vez no tuviera la edad que aparentaba (parecía que apenas tuviera dieciocho o veinte años), pero ella se sentía como una chica joven. Suponía que era por haber vivido tanto tiempo encerrada y olvidada por todos. Bueno, por todos exceptuando a Myca Crest.
Itaria lanzó la espada como si de un cuchillo se tratase; se quedó clavada, temblando como una hoja bajo el efecto de un fuerte viento. Bajó del árbol con facilidad y, al llegar a las ramas más bajas, se dejó caer al suelo con un fuerte golpe, aunque no se equilibró bien y se tambaleó, acabando sentada sobre una pierna. Se levantó un poco dolorida, pero en el suelo y sin un rasguño.
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Editado: 12.08.2024