Myria. 27 de abril.
Jamis seguía en Myria y eso no era normal en él. Pero esa vez había decidido quedarse unos «pocos días» que se habían terminado convirtiendo en dos semanas.
Estaba a gusto, o al menos todo lo a gusto que podía estar él. Además, Aethicus le había pagado generosamente cada trabajo que había llevado a cabo y ahora la bolsa de Jamis pesaba el doble de lo habitual, aunque tampoco solía pesar mucho. De todas formas, en esos días se había dedicado a descansar, reponer su bolsa de las cosas más necesarias y hacer unos cuantos trabajos que le mandaba Aethicus. Parecía que confiaba en él para ayudar a cualquier oculto que apareciera delante de su puerta pidiendo auxilio o protección; Jamis seguía preguntándose qué clase de oculto sería el propio Aethicus. Después de días observándole, no había llegado a ninguna conclusión. Tenía un par de ideas, pero nada más.
Aunque había dicho que estaba a gusto, Jamis empezaba a notar los efectos de pasar tanto tiempo en un sitio. No estaba para nada acostumbrado, la verdad. Él nunca se quedaba más de unos días en una ciudad e incluso menos en los pueblos; después se volvía a montar en su caballo y cabalgaba hasta su siguiente parada y después hacia la siguiente. Casi ni recordaba la última vez que había pasado un tiempo sin moverse de un lugar. ¿Cinco años? ¿Diez años?
No estaba seguro, pero hacía mucho tiempo, pensó mientras terminaba de vestirse.
Era primera hora de la mañana. Los rayos del sol hacían apenas una hora que se derramaban en el interior de su habitación. Como había decidido quedarse un tiempo, Jamis la había adecentado y se había pasado dos días limpiándola a fondo hasta que consiguió hacer relucir el cristal de la ventana, los armarios y le sacó brillo al suelo. Ahora todos los días había flores frescas en un jarrón encima de la mesa que perfumaban el cuarto y podía descansar en la cama después de haberse pasado toda una mañana quitando los bichos que habían anidado en su interior durante a saber cuánto tiempo. Era agradable dormir en una habitación que empezaba a considerar suya, sobre todo después de tanto tiempo durmiendo a la intemperie o en hostales y tabernas mediocres.
Aethicus le había conseguido un pequeño espejo lleno de manchas que ahora descansaba encima de una de las mesitas de noche. Se miró antes de salir. Se había comprado ropa nueva con el dinero que había conseguido y, aunque no era de la mejor calidad, definitivamente era mucho mejor que la que él había tenido; había tirado todas sus prendas viejas y ahora disfrutaba notando la suavidad de unos tejidos que todavía no estaban raídos de tantos lavados.
Salió de su habitación cerrando la puerta con llave tras él y bajó las escaleras que llevaban a la taberna cargando entre las manos con su espada y una capa de color verde oscuro también nueva. Ese día toda su ropa era verde, a excepción del pantalón negro que iba a juego con las altas botas. Abi, el joven chico que era dueño de la taberna, estaba sentado encima de la barra, esperando a sus clientes. Parecía aburrido
—¿Tan poco trabajo tienes que te alegras de verme? —le preguntó Jamis riéndose. Al chico se le había iluminado el rostro al verlo llegar.
—Es todavía demasiado temprano para que el resto de los huéspedes bajen a desayunar y demasiado tarde para que haya todavía gente bebiendo. Llevo más de una hora sentado sin hacer nada.
—Podrías haberte ido a descansar.
—Ya lo he hecho. Anoche Aethicus se quedó sirviendo por la noche para que pudiera dormir un poco. Me he despertado hace unas horas para echar a dos borrachos que quedaban todavía aquí. —El chico se encogió de hombros y bajó de la barra de un salto para después desaparecer por la portezuela semiabierta que había tras ella.
Jamis se sentó en una de las sillas que había alrededor de una mesa ya limpia, dejando a un lado la espada y la capa. El resto de sus armas (dagas, principalmente), las llevaba ya encima y notar el peso le reconfortaba, aunque no había ningún motivo para llevarlas. Myria era uno de los lugares más seguros en los que había estado, casi hasta aburrido. Si no fuera por los encargos que le daba Aethicus, Jamis no habría aguantado tanta tranquilidad, y eso que estaba en la frontera con Lorea y había veces en los que sus soldados se acercaban buscando guerra, sobre todo con los ocultos. Pero eso no había ocurrido en el tiempo que él llevaba allí, así que solo lo sabía porque se lo habían contado durante las largas noches que pasaba en la taberna.
Abi regresó al fin con un cuenco lleno de avena regado con miel que Jamis empezó a devorar en cuanto lo tuvo delante. Estaba hambriento.
Cuando llevaba apenas la mitad de su desayuno, la puerta de la taberna se abrió y entró Aethicus, con su habitual caminar enérgico y una sonrisa brillando en su rostro. Arrastró una silla hasta dónde él se encontraba y se sentó del revés, apoyando los antebrazos en la espalda.
—¿Por qué tienes que estar tan contento a primera hora de la mañana? —inquirió Jamis, haciendo una pausa al comer.
—Hace sol, he dormido bien, no hay problemas en el pueblo… ¿Qué más podría pedir para estar feliz?
—Que sepas que te odio ahora mismo. —Sin embargo, Jamis lo dijo con una sonrisa en el rostro y no sonó lo bastante convincente. Por mucho que intentara mantener la seriedad, Aethicus siempre lograba ponerle de buen humor, como si tuviera la capacidad de alterar sus emociones y hacer que sonriera solo con que apareciera por la puerta. Jamis tenía que reconocer que era agradable tener a alguien así. La última persona que había logrado eso en él hacía años que no la veía. Tal vez incluso estaría muerto.
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Editado: 12.08.2024